Es una vía que marcó mi vida. Cada vez que la transito, en cualquiera de los dos sentidos, es inevitable no asociar los distintos puntos de la serpenteante carretera con periodos importantes de mi existencia. Recorrer los 107 kilómetros que separan a la capital del departamento del Meta con la capital nacional es, para mí, algo más que emprender un viaje de placer, de negocios, de estudios: es una experiencia única que permite reencontrarme con los míos (mi familia es en su mayoría llanera). Es, sobre todo, enfrentar una excursión al interior de mi memoria en donde reminiscencias y hechos ignotos del ayer reverdecen en mi televisor mental que de inmediato los sintoniza detrás de mis ojos, obligándome a parpadear mientras recreo sucesos ya vividos pero no recordados.

 

¡Qué bueno es ir a Villavo! ¡Qué grato es abandonar, de vez en cuando, los cerros tutelares del Distrito Capital para posar la mirada en ese remanso geográfico que es la orinoquía colombiana! ¡Qué emocionante es ir de la “Atenas suramericana” a la “Puerta del Llano”! ¡Qué conmovedor es pasar del frío altiplano del ajiaco, del tamal con chocolate y de “la gata golosa” al cálido potrero de la ternera a la llanera, la hayaca y el jubiloso “Ay mi Llanura”!… Aventura esa que altera mis sentidos cada vez que a bordo de una “Flota La Macarena” (empresa de transporte que, si mis evocaciones de infancia no me traicionan, se accidentaba una vez por semana) me someto al deleite de dos horas privadas con mi destino ¿Pruebas de esa afirmación? Con mucho gusto: mi primer recuerdo de vida –más atrás el cassette está borrado- es un paseo que con mis dos hermanos y mis papás hicimos de la pueblerina Villavicencio de 1980 a la ya cosmopolita Bogotá. Por esas calendas Tabogo ya contaba con el colosal estadio El Campín, con la majestuosa Biblioteca Nacional, con el formidable Museo Nacional, con cerca de quince grandes universidades (presididas por las tres joyas de la corona en materia de educación pública: la Nacho, la Distrital y la Pedagógica), con algo más de veinte centros comerciales –muchos de ellos con escaleras eléctricas; comenzando con las del aeropuerto El Dorado (las primeras del país)- mientras que mi querida Gramalote (antiguo nombre de Villavo) apenas si tenía matadero municipal y una improvisada sede del cuerpo de bomberos, en tanto que sólo dos semáforos controlaban el escaso número de automotores y si había dos colegios privados no había tres.

 

Es más: en la ciudad en donde Arturo Cova y Alicia comenzaron la travesía relatada por José Eustasio Rivera en “La Vorágine” no existía estadio de fútbol, las escaleras eléctricas eran una invención cachaca (las primeras llegaron hace un escaso mes con el Unicentro Villavicencio y la gente ¡hace fila para montarse en ellas tal como ocurrió hace 50 años en Bogotá!) y los políticos de ese entonces eran corruptos, pero no tanto como hoy día: Villavicencio ha tenido 6 alcaldes en los últimos 3 años… ¡qué vergüenza!

 

Dicho viaje de los 80’s con mis hermanos y taitas fue al santuario de Monserrate y tuvo dos sobrecogedoras experiencias: la tortuosa travesía por la maltrecha, vertiginosa y peligrosa trocha que escalaba hasta los 2600 metros SNM de Bogotá; viaje en el que mis hermanos y yo vomitábamos, alternadamente, después de que el bus abandonaba cada municipio de carretera (en esa época chóferes y ayudantes merendaban de pueblo en pueblo y obligaban a que los pasajeros también lo hicieran); y el impactante ascenso en funicular (a nuestra edad eso era casi tan emocionante como montar en las montañas rusas de ese tiempo). Ambos ascensos (de la vía V/cio- Btá y a Monserrate) están alojados en mi ser desde entonces; además un par de fotos en blanco y negro en la que todos aparecemos en la fachada de la iglesia del señor de los brazos caídos, tonifican las amarillas páginas de mi bitácora cerebral.

 

Las otras pruebas de mi cercana relación con la carretera son los túneles de Quebrada Blanca, el peaje de Pipiral, el puente de Chirajara y el mirador de Buenavista junto a esa inmarcesible obra de ingeniería de 4300 metros de extensión que Andrés Pastrana equivocadamente llamara ducto “Misael Pastrana Borrero”, pero que villavicenses y llaneros en general denominamos túnel “del Alcaraván”. Resumiendo diré que la gran tragedia de 1975 -en la citada quebrada- cobró muchas vidas e hizo que mi mamá se casara solita, sin ningún familiar a su lado, ya que mis abuelos y tíos quedaron atrapados en la fangosa vía (de allí surgieron esos cavernosos, goteantes y esmerados túneles –cercanos a Guayabetal- que todavía resisten el paso del tiempo); del sector de Pipiral  afirmaré que además de ser el peaje más caro de Colombia (de hecho; la vía al Llano es la más costosa de trasegar por culpa las onerosas tarifas de los tres portazgos infamemente instalados durante su recorrido), fue allí donde pasé muchas vacaciones de mi niñez ya que mis abuelitos paternos residían en una parcelita que daba a la carretera: mi entretención decembrina era contar los carrotanques rellenos de petróleo, las tractomulas atestadas de arroz, plátano, yuca y sorgo y los camiones cargados de sentenciadas vaquitas; mientras rogaba que los conductores hicieran sonar los cláxones de sus portentosas máquinas que rugían por el cansancio de la subida y expelían densas bocanadas de humo de sus fauces metálicas. Era un tiempo en que los angostos carriles viales eran poco transitados, en que los chóferes se bajaban a almorzar en improvisados restaurantes de la vía (a veces, el periódico –atrasado y todo- llegaba con ellos) y en que ¡se podía jugar fútbol sobre el asfalto de la carretera!  

 

Sobre el puente de la Virgen de Chirajara, lo mismo que de los viaductos “El Joropo”, “El Galerón” y “Cusiana” hay que escribir lo mismo: ellos me hicieron viajar durante dos años –en plena temporada de estudios universitarios- sólo en las noches ya que su construcción (verdaderas monumentos de ingeniería civil) hizo que la vía tuviese restricción de circulación diurna; incomodidad que se complementaba con el temor ante los repetidos falsos retenes, “pescas milagrosas”, que los hombres de Romaña adelantaban a su antojo por esos días.

 

¿Qué otras cosas guarda la vía para mí? Respuesta: las sensaciones del sentido; si llegaba a Bogotá sentía profunda tristeza por dejar a familiares y amigos (y después a mi novia que –al igual mío- debía soportar la morbosa letanía de “amor de lejos ¡felices los cuatro!”) en procura del sueño de todo pobre lleno de ilusiones: ser profesional de la Nacional. Y si arribaba (mejor sería decir si “abajaba”) al Meta por la ya clausurada zona de Buenavista (la ‘Calera’ llanera por su espectacular vista de la ciudad) me embriagaba de dicha por el ascenso de temperatura que hacía que me librara del saco de lana, que me extasiará con las luces de la pequeña pero entrañable villa de origen (la de la loma de Cristo Rey) y que contara los segundos para abrazar a los abandonados, entre ellos, la que es hoy mi esposa.

 

Como colofón de este atropellado blog remataré contando que esa bella mujerona que aguantó seis años de separada relación sentimental (apenas unida por los telegramas de Telecom, cartas de Adpostal y bajas tarifas telefónicas de medianoche) comparte, hoy por hoy, suelo bogotano; ella y yo todavía alimentamos ese deseo de lograr en esta megaurbe, “ciudad de oportunidades”, la realización de muchas metas y sueños; muchos de los cuales –hay que gritarlo- ya hemos logrado y encontrado.

 

Claro que las cosas han cambiado: ya el viaje no dura un día (como en tiempos de papá), ni cuatro horas (cómo al iniciar mi carrera); hoy está, según lema oficial: a 90 minutos. Definitivamente las cosas han cambiado.

 

Hoy, con este escrito, pretendo poner de manifiesto todo mi agradecimiento hacia la vía que me trajo a Bogotá; a la vez que lamentar todo lo que la bendita carretera me alejó de mi ciudad de nacimiento. No sé si logro mi propósito… no sé si consigo rendir un homenaje al pasado y a los buenos recuerdos… No sé si estas letras adquieren la dimensión deseada… juzguen ustedes, queridos lectores, los alcances de tal esfuerzo.