Conozco a más de veinte bogotanos amigos que nunca en su vida han puesto sus pies en el Nemesio Camacho El Campín. “Ni de fundas metería mis narices en ese hueco” –dice mi amigo Dairo- “para qué, para que me atraquen o me apuñalen ¡Gracias, pero no!” Y es que tanto El Campín, como San Victorino, el antiguo “Cartucho”, Ciudad Bolívar y la Carrera 10ma del centro capitalino son sitios que gozan de exagerada mala fama ya que su realidad no es tan cruda ni brutal como un alto porcentaje de la opinión pública cree.
El “Coloso de la 57” data del añejo 1938 y sus predios fueron donados por un ilustre político cachaco –del que tomó su nombre- para disfrute recreativo de los bogotanos; de hecho, el dueño de la finca El Campín fue un personaje muy activo de la ciudad: además de ministro de obras públicas en la presidencia de Rafael Reyes, también fue gerente del Tranvía Municipal de Bogotá que la gente rebautizó con dos apelativos: Tranvía de Mulas Bogotano y Treinta Minutos de Bamboleo (Don Neme fue quien importó unos vagones cerrados para el candoroso tranvía de esa época que el común llamaría, en su honor, “las nemesias”). Apenas este dirigente regaló el lote, empezó la acelerada construcción de la cancha oficial distrital que se levantó para conmemorar el cuarto centenario de Bogotá, edificación adelantada casi en simultánea con la del otro gran estadio de la capital: el glorioso Alfonso López Pumarejo (homónimo del estadio bumangués) de la Universidad Nacional, terminado en 1936, con ocasión de los Primeros Juegos Bolivarianos realizados en la ‘Nacho’.
Amigos: Ir a la manga de Millos y Santa Fe es, en definitiva, toda una aventura; una mezcla de riesgo por los posibles desmanes de los hinchas radicales (barras bravas como la prensa suele llamarlos), sobre todo si los visitantes son rivales como Nacional o América; y de placentero voyeurismo por la posibilidad de ver buen fútbol (cuando vienen equipos que no se “chupan” por la altura) y atractivas nenas; empezando por las longilíneas bastoneras y siguiendo con las exhibicionistas aficionadas que desafían el frío capitalino al disfrazarse –desde el panty en adelante- con los amados colores del equipo.
Son muchos los que lloran por la escasez de estadios en Bogotá; pues mientras en Buenos Aires existen 16 coliseos futboleros y en Río de Janeiro la cifra pasa por ahí, en nuestra andina ciudad apenas hay cuatro de categoría: los dos ya mencionados (el Nemesio y el Alfonso López de la UN), el “sureño” del barrio Olaya (sede del hexagonal decembrino) y el del antiguo Hipódromo de Techo (en el sector de El Salitre), además de otros campos de menor nivel como el de Compensar (sede del equipo Seguros La Equidad que lidera la “B”) y los de los barrios Tabora, Servitá y Santa Helenita. Los de Soacha (el Luis Carlos Galán), Chía, Zipaquirá y Facatativa no se incluyen aquí por más conurbados que estén esos municipios por parte del Distrito Capital.
Sin embargo, hay que encontrarle algo bueno al asunto: el hecho de que haya sólo un estadio trae ventajas innegables como la centralización del espectáculo y la oportunidad de que el Campín sea –genuinamente- un templo único e irreemplazable de diversión, pasión, adrenalina y catarsis pública. Claro que no faltarán voces que señalen al vetusto pero simpático estadio de la Avenida NQS como el culpable de la eliminación al Mundial de “Korea- Japan 2002”, desconociendo de paso que en este mismo prado Colombia clasificó a la cita mundialista de “Chile 62” y que su verde grama fue testigo de los dos triunfos de mayor reputación del balompié criollo: el título de la Copa Libertadores de 1989 que ganaría Higuita para el Nacional y la inédita victoria de los cafeteros ante los ‘manitos’ en la final de la Copa América de 2001 (el otro estadio que ha hecho algo parecido es el “Palogrande” manizaleño con el título de los ‘albos’ en la Libertadores de 2004).
Visitar el Campín es algo más que ir a un estadio cualquiera: es pisar todo un complejo deportivo ubicado en el costado oriental –de cara a los cerros tutelares- de las calles 63 y 57. Dicha villa deportiva posee un coliseo cubierto diseñado a imagen y semejanza del estadio olímpico de Tokio y que durante un tiempo fue la iglesia más grande de Bacatá, además de vecino infaltable de un par de circos mexicanos que solían acampar allí. A un lado de este edificio deportivo están las canchas de tenis y un campo de fútbol llamado El Campincito, dedicado al fútbol aficionado. Todo esto completado con la cancha del Ballet azul y de los Cardenales que tiene un aforo oficial de 45 plazas y algo más de 20 cabinas de radio en donde transmiten poderosas cadenas de pertenencia europea, cuando no son propiedad de afortunados empresarios nacionales ó de aventureros massmediáticos de rango local; exactamente: allí están desde Caracol y RCN, pasando por Todelar, Súper, Cándela y otras emisoras filiales, independientes ó adscritas a los reconocidos emporios de las hondas hertzianas. Sin contar la veintena de cámaras de televisión de cuanto canal exista (todos, sin excepción, siempre pasan el morbo de los goles).
Qué hubo heridos en las tribunas, que se cayó una baranda y –con ella- varios aficionados, que se chifla el himno nacional (pero se canta de todo corazón las estrofas capitalinas), que allí se vende el tinto más caro del país, que el ascensor es pa’ los de ruana, que Iván Mejía nunca saluda, que los hijueputazos son ley; que ningún árbitro sale con la honra intacta, que algunos periodistas (locutores, diría –mordaz- mi profe de Teoría I) incitan al tropel, que al que no salte y no cante le pegan en las graderías de los Comandos (las altas de Norte) y de las Garzas (las altas del Sur); que por la tele han pasado espectáculos bochornosos de hinchas acuchillándose entre sí… Que esto y que lo otro, pero así como es inevitable vivir aquí y no ir a la Piscina (que fue locación de la película colombiana que por estros días esta en cartelera) ó residir aquí y no llevar a la novia o a la mujer a visitar la Iglesia de Las Nieves, la Plaza de Lourdes, el Planetario, La cafetería La Florida, Las Pulgas de la Séptima, El mirador de La Calera, Monserrate, Maloka, La Plaza de la Mariposa, el cinema Teusaquillo y el Museo del Oro; así mismo es un craso error perderse esa fiesta multicolor de los equipos saltando al gramado de esa cancha que me hizo –por allá en el año 82- hincha del América y que es como su/mi segunda casa: de ese coliseo de alegría cuyo rimbombante nombre no podemos olvidar bogotanos auténticos y por adopción; chapa que no puede ser otra que Estadio Distrital Nemesio Camacho “El Campín”.
Fe de Erratas: en qué estaba pensando. Gracias por las correcciones. En efecto, en la cancha de Compensar no juega Seguros la Equidad, sino la Academia y el estadio de Techo queda en Kennedy (no en el Salitre: la confusión viene del hecho de que en ambas zonas quedan parques de atracciones mecánicas; obviamente con nombres distintos).