Una respuesta inmediata e insolente podría ser: “porque me da la gana”; pero el propósito de formular semejante pregunta es más reflexivo que pasional y más amigable que pendenciero. Un primer intento de respuesta es el que sopesa los sentimientos más elementales que pueden experimentar los escritores: sus vanidades (sean estas académicas, literarias, egocentristas, etc., etc.), sus aires exhibicionistas (siempre se escribe para alguien más), su anhelo de perdurar en el tiempo (lo escrito –así sea en un portal electrónico- dura más que la palabra dicha); el deseo de que sus opiniones generen algún tipo de controversia pública (cuestión más que probable en un sistema tan interactivo como la prensa virtual) y la posibilidad misma de apaciguar sus miedos (concientes e inconcientes) y/o de exorcizar sus fobias mediante el uso de la escritura pública que bien puede ser un sucedáneo (casi un remedio casero) para la incapacidad que muchas veces los mortales sentimos al momento de hablar ante auditorios considerables.

 

Muchos autores afirman que –antes que nada- “ellos escriben para sí mismos” y ello es cierto: uno es el primer lector de sí mismo; uno y su soledad que a veces (¡qué ingratitud la mía!) ni de musa sirve. Así que el escritor es su primer verdugo (la más de las veces) y, también, su primer panegirista (en contadas ocasiones). Casi nunca se está conforme con la redacción final y cuanto esto sucede –como en una especie de maldición cervantina- es cuando los lectores más despedazan la urdimbre artesanal que es todo acto de poner en orden, sobre un papel o una pantalla, unas ideas recalentadas de tanto pensarse.

 

Otras características, además de la soledad y la inconformidad por la propia producción, son la ingratitud y el escaso reconocimiento social ante el oficio de escribir. Ambas tienen que ver con el público receptor que nunca ha sido pasivo ya que desde siempre (y no solamente hoy día con las “cartas de los lectores” o las “opiniones en línea”) ha arremetido contra columnistas, editorialistas, novelistas, bloggers, etcétera, etcétera).

 

Sobre la ingratitud, debo decir que incluso las felicitaciones no son tan espontáneas ni tan sinceras como parecen: las del cónyuge, familiares y amigos cercanos deben desecharse por obviedad (además ellos casi nunca nos leen o lo hacen por pedazos) y ante los palmoteos en la espalda de desconocidos siempre hay que desconfiar ya que ellos pueden ser ubicados   -sin temor a equívocos- en dos grupos; entre los que envidian nuestras cosechas y entre los que las aborrecen pero imponen “su civilidad“, “su cultura“ y su “elegancia“ a los excesos verbales más propios de “bárbaros”, “incultos” y  “groseros” que es como esos defensores no pagados del arte de la pluma llaman a los punzantes y muchas veces venenosos críticos y contradictores del gremio de amanuenses, escribidores y escritores.

 

En eso el escritor se parece al padre: por más que se esfuerce y dedique sus mejores horas al producto en cuestión (el libro o el hijo) nunca será merecedor de la justa retribución; el agradecimiento de la población lectora por un lado y de la prole por el otro. Todo ello con un agravante: las dos actividades, escribir y criar, exigen tiempo y paciencia; allí no cabe el afán ni la improvisación. Por eso, los dos oficios están en desuso, son anacrónicos, en estos tiempos vertiginosos de moderna decadencia. Ya no hay tiempo para nada distinto a la empresa y los negocios particulares (o el estudio) que todos tenemos; el poco tiempo de ocio que queda es consumido en los tortuosos desplazamientos citadinos y en las agobiantes obligaciones con el estado (pago de servicios e impuestos en bancos y oficinas estatales) y  si por ahí sobran unos minutos la televisión, siempre invasora y atrapante, termina chupándoselos. Entonces ¿a qué horas quedan unos minutitos para educar un nuevo ser? ¿Cuándo atender para la pareja –si la hay-? Y ¿en que momento queda lugar para escribir? No sé cómo responder esos interrogantes, con todo y que sé que buena parte de los que se atreven a escribir (me incluyo ahí) tienen pareja e hijos; amén de ser empleados (y estudiar) ya que solo unos pocos pueden vivir de lo que escriben.

 

Resumamos aquello del escaso conocimiento social a los escritores con la experiencia personal de Guillermo Angulo (director del periódico distrital “Ciudad Viva”) quien en una ocasión relató como un colega suyo se quejaba de que su oficio no era respetado ni en su casa ya que cuando alguien le llamaba por teléfono su mujer decía –con sorprendente desparpajo “No. No te preocupes, ya te lo llamo; él esta desocupado, apenas está escribiendo” ¿Quien respeta hoy día a los que escriben? A los grandes: Homero, Victor Hugo, Shakespeare, Borges… nuestras juventudes parecen respetarlos más porque yacen bajo tierra que por sus esplendidas creaciones ¡Pocos han terminado sus libros! Es más, sus propios coterráneos y contemporáneos les desconocieron y en buena cantidad de ejemplos repitieron más desprecios e injustas incomprensiones que reconocimientos y congratulaciones frente a sus obras artísticas.

 

Y si a todo lo anterior le sumamos las características de nuestro entorno las cosa se pone más peliaguda: es mala idea, por ejemplo, poner en una hoja de vida que uno es “escritor” (así haya publicado) ya que ello no es apreciado lo suficiente. Los colombianos leen en promedio menos de un libro al año. Por algo García Márquez y Álvaro Mutis viven en México y por eso los literatos activos: Germán Castro Caicedo, William Ospina, Jorge Franco y demás prosistas pasan largas temporadas en el extranjero. Eso en cuanto a “grandes ligas” del mundo de la escritura, porque si hablamos de autores menores; de menor escala (en mi caso, apenas he publicado un libro) la situación es más desalentadora: se escribe casi gratis y es “casi” porque la única paga es el placer de hacerlo.

 

Entonces ¿para qué diablos escribo este blog? Respuesta: Por la delicia que se experimenta al ver las torpes letras que dan vida a los veleidosos pensamientos que se agolpan en mi cabeza cada vez que muy de madrugada –única ocasión que tengo de hacerlo- elaboro esta tira semanal. Claro que esto tiene tres condimentos: la tremenda vitrina que ofrece este portal en Colombia y el exterior; la posibilidad de ser uno mismo su propio editor (antes había sido columnista de otros medios y allí uno no sabia cuando le publicaban ni nadie garantizaba que todo saliera como uno lo había preparado) y, lo más importante, por el chance de conocer de primera mano y casi instantáneamente, la opinión de los lectores. Y conste que no me refiero aquí a las tres tías y los dos adorables primos que no fallan en sus elogios sino a los más objetivos lectores: los críticos tanto de ocasión, como de profesión. Estos últimos son los más disciplinados; buscan y rebuscan en procura de un gazapo ortográfico, de un lapsus calami, de un error histórico o incluso de una falla sintáctica y si ello no se da –cuestión poco probable- optan por atacar el nombre de la columna, el seudónimo o la foto misma que aparece en el perfil del blog. Si. Todo eso hacen, pero lo más importante es que NOS LEEN; es decir, cumplen el propósito integral del escribir, esto es: ser leído y –de ñapa- lo mejor; obtener una respuesta con la prolijidad y la inmediatez que Conrad y Kipling jamás soñaran.

 

Si señores. Escribo para esos entregados lectores y para esos contumaces ripostadores que ocultos -lo cual enriquece más el misterio de “las identidades”– bajo prosaicos y graciosos ‘alias’ le dan cuerpo y color a los blogs que día tras día aparecen en este Proyecto Beta de eltiempo.com.

 

Remato con esto: si nos encontramos con toda una fauna de escritores, qué decir del zoológico de lectores; aquí me he topado con críticos del lenguaje con pésima ortografía, con desmedidos lisonjeadores, con compañeros perdidos del colegio, con viejos amigos/as de mi infancia y de mi natal Villavo; con futuros amigos en Londres, Ámsterdam y Santiago de Chile. He descubierto –por su estilo de escritura- a enemigos y amigos y hasta he seguido el novelón de un cobarde pretendiente de una conocida ¡De todo eso sirve escribir!

 

¿Qué por qué escribo? Porque no conozco una manera de no hacerlo…