Yo no soy de Bogotá, pero ya me acostumbré a disfrutar de la nochebuena en esta meseta andina que, de veras de veritas, está bien cerca de las estrellas (y no propiamente de las “negras” de la campaña del Fondo de Prevención Vial). Mi mamá ya llegó y la semana que viene estarán conmigo, aquí en Bogotá, mi papá y mis dos hermanos provenientes, el mayor, de Aguazul (Casanare) y la menor -con esposo y progenie a bordo- de la bella Villavicencio. Todos somos nacidos en el bravo suelo llanero pero encontramos en la “ciudad de todos los colombianos” un excelente lugar para compartir la tradición de la natividad.
Y es que la capital de la república ya no sólo es el gran bazar de los colombianos a donde arriban compatriotas de todas las latitudes del territorio nacional para hacer sus compras de fin de año (amén de los nacionales que residiendo en el exterior regresan a su ciudad natal y de los extranjeros que encuentran en Bogotá un magnífico lugar para adquirir los souvenires navideños); sino que también es un buen sitio para pasarla tranquilo, en armonía con seres queridos, compañeros, vecinos y amigos; en fin: una polis que siendo escenario de confluencia de disímiles tradiciones regionales y subculturas urbanas permite la interacción pacífica y tolerante de esos distintos toques de identidad que todavía resisten en el interior de todos los provincianos que tenemos relación con el distrito capital, sea porque vivamos aquí (estudiando, trabajando, vagando o escapando de la violencia política o económica) o porque visitemos frecuentemente esta metrópolis.
Llegué a Bogotá en agosto de 1993 gracias a mi admisión para la carrera de sociología en la Universidad Nacional de Colombia y desde ese momento quedé prendado de la ciudad; y conste que esa era una época difícil: la Décima todavía era guarida de pequeños bandidos, la Caracas, además de ser un adefesio arquitectónico (¿se acuerdan de esos contrahechos paraderos y de esos agresivos chuzos metálicos en los separadores?) era un nicho de atracadores; no existían las bibliotecas públicas de hoy, tampoco los "siga, esta es su casa" de los museos, ni los “libros al viento”; tampoco los andenes generosos ni mucho menos las ciclorrutas. Eran los tiempos de decadencia de la Edis y del Matadero Distrital, de las eternas filas por el cocinol, de la rumba desenfrenada por no contar con ‘horas zanahorias’, de la ausencia de “Misión Bogotá”, Cades y de zonas delimitadas de tolerancia; del monopolio privado tanto del transporte público como de los servicios públicos (que aun persiste, aunque en versiones ocultamente perversas), del desorden tributario, del caos de las ventas ambulantes y de la ineficiencia de alcaldes como Juan Martín Caicedo Ferrer y Andrés Pastrana. Mejor dicho: aún los mosqueteros de Jaime Castro, Antanas Mockus y Enrique Peñalosa no entraban en acción con sus políticas que por más torpes, payasescas e inacabadas que hayan sido, si lograron un ‘revolcón’ (no del estilo Cesar Gaviria, por supuesto) que transformaron física, comercial, cultural y fiscalmente a la ciudad. Cuestión que ha hecho que Tabogo Bogotá gane premios como el León de Oro de Venecia, ser considerada Capital Mundial del Libro en el 2007; entre otras distinciones internacionales gracias a hechos y situaciones como el saneamiento de sus finanzas públicas, la construcción de Transmilenio, el vigor de la Feria del libro, el Festival Iberoamericano de teatro, el Festival de cine, Maloka, El Simón Bolívar y los parques de diversiones (Mundo Aventura y Salitre Mágico); los eventos “al parque”, las “pulgas”, los teatros de barrio, entre otras cosas dignas de mención.
Por ello es que invito a todo el país a pasar vacaciones aquí en la capital y ojalá si se pueden dar un paseo por barrios populares como El Olaya (que pronto empezará su hexagonal futbolero), La Perseverancia, Las Cruces, Egipto, Ciudad Montes y Bosa. Las camas de hotel (así lo dice la publicidad radial oficial) se consiguen desde $70.000, pero les aseguro que pueden conseguir tarifas mucho más económicas sin desmedro de los atractivos de la Bogotá coqueta.
Puedo dar fe de lo lindo que se pasa el 24 de diciembre en la cuadra de mi barrio, bautizado Holanda así sea que no cuente con molinos extractores de agua (a propósito, mi sector es totalmente internacional ya que colindo con Escocia, Brasil, y Brasilia). En mí vecindario (la carrera 87 K, entre calles 57 y 59 sur) las fachadas ya lucen los festivos adornos de la fecha y ya están cursadas las invitaciones a las ocho novenas alrededor de igual número de pesebres de distintos estilos y facturas y con particulares maneras de sus anfitriones (hay que ver el “nacimiento” de la chatarrería en comparación con el del taller de mecánica automotriz de don Gustavo y con el de doña Teresa que fue la primera en convidar a cantar villancicos en nuestro sector, también conocido como “El Caminito“).
En esa célebre noche mis vecinos sacan un equipo de sonido a la calle, en el cual se difunden ritmos que van desde el reguetton, pasando por el merengue, hasta la amada salsa. La cuadra es cerrada para el tránsito vehicular; por doquier -de mano en mano- circulan sendas botellas de vino, aguardiente y cerveza; además de bandejas con galletas, buñuelos y galletas y todos bailamos sin ningún tipo de discriminación ni prevención. Sobre las doce de la noche, todos se guardan durante una hora, aproximadamente, para la respectiva cena y luego salen a rematar la verbena hasta la madrugada. Nunca ha habido peleas ni nada que lamentar; al contrario, siempre hay simpáticas anécdotas qué contar.
Por eso y mucho más es que espero con regocijo estos días de arbolitos navideños, tarjetas cursis pero amorosas, caritas de Papá Noel y de hombres de nieve; fecha de extensiones de luces multicolores, sardineles pintados con franjitas rojas, blancas y verdes y plásticos abiertos en tiritas colgando como pasacalles. Sé que esas costumbres son foráneas y que reproducen clichés y estereotipos anglosajones, pero no me importa y digo esto porque valoro más la unión que se suscita en mi familia y con mis vecinos, de cuyas vidas puedo volverme a enterar después de un año de no tener noticias de ellos.
Por ser una ocasión en que abrimos los corazones a propios y extraños…
¡Bienvenida la navidad!
¡Bienvenidos todos los colombianos que se pasen por aquí!
¡Salud Colombia!
¡Salud Bogotá!