Cuando se es virgen y soltero las máximas preocupaciones que pueden residir en la cabeza de uno son cómo perder la castidad con decoro (para el caso de las mujeres), cómo conseguir el mayor placer (para el caso de los manes) y cómo pasarla bien el fin de semana. Mejor dicho, el mundo de uno se circunscribe a hormonas, placeres y planes pasajeros. Esa es la juventud: una bella etapa en la que la palabra “responsabilidad” se conjuga en tiempo futuro y que sólo aparece en boca de los adultos que todo el tiempo están recomendando, exigiendo y reprochando.
¡Qué agradable es ser joven! Y cómo se añoran esos días en los que cometíamos locuras impunemente; aquellos tiempos en los que después de subirnos muertos de risa por la puerta de atrás del bus, sólo pagábamos la mitad de los pasajes ante la ira del conductor y la sonrisa cómplice de ciertas señoras que veían en nosotros a sus traviesos hijos… qué deliciosa es la juventud: aquellas tardes de cine con la chica que nos gustaba y por culpa de la cual debíamos pedir plata en la calle para regresar a nuestra casa ya que el helado que a última hora le gastamos nos dejó sin cinco para la buseta… qué deliciosa es la juventud: aquellas noches de miniteka con los desabrochados compañeros del colegio (y con las nenas de décimo que estaban buenas) y esas frenéticas veladas de rumba con los compas de la “U” que a mayor bebida, más se ponían trascendentales: unas veces hablaban (hablábamos) de la mierda de país que teníamos, otras veces hacían (hacíamos) promesas de cambio en procura de ser mejores personas y mejores ciudadanos y, en el peor de los casos, cuando el remordimiento nos asolaba, jurábamos no volver a derrochar dinero – a costillas de nuestros padres- en fiestas innecesarias.
Aquella era otra época. Esos eran otros tiempos. Luego, sin saber muy bien cómo, resultamos ser adultos y con un pocotón de responsabilidades (la palabrita aquella) colgadas al cuello ¿Qué pasó, entonces? La respuesta es macabramente sencilla: nos fuimos a vivir con la chica del helado, le hicimos mil veces el amor, la embarazamos y ahora somos padres, pagamos arriendo y nos quebramos el lomo por un miserable sueldo que apenas alcanza para pagar recibos, mercar y comprar los pañales del bebé. Pasamos, en un santiamén, de la gloriosa inocencia de la pubertad a la pícara vida de la juventud y terminamos en la apabullante cotidianidad de los casados con hijos. Claro que no todos se casan y claro que no todos tienen hijos, pero lo que si es seguro es que todos debemos enfrentar al fin nuestras vidas: debemos ponernos serios porque, al decir de la sociedad, ya no somos ningunos culicagados y por lo tanto se nos exige orientar nuestro porvenir aunque antes de ello tengamos que trabajar (así no sea en lo que estudiamos) para aportar un porcentaje de nuestras ganancias en la morada paterna si aun vivimos allí o para dejarlo todo en casa si ya somos padres.
Atrás quedó el colegio y con él todos los recuerdos: el primer beso, los memorables robos de onces a los pequeños de sexto; las soberbias clases del cucho de sociales… Atrás quedó la universidad: el sexo día por medio, las trasnochadas para los parciales de fin de semestre y los viajes de auto stop a la costa. Ahora debemos levantarnos a las 4:30 AM, omitir el desayuno (que reemplazamos por un tinto a las ocho de la mañana), embutirnos en la lata de sardinas de Transmilenio, cumplir ocho horas de trabajo, volver a estrujarnos en los articulados buses rojos y llegar al apartamento alquilado cinco minutos antes del partido de Copa Libertadores que finalmente no podemos ver porque, entre cucharada y cucharada de comida, debemos dedicarle quince minutos de juego al incansable hijo que nos espera y atender, en simultánea, las interminables preguntas y relatos de nuestras consortes… ¿les parece conocido el cuadro? En menos de lo que canta un gallo ¡acabamos como nuestros padres!
Pero no hay que ser injustos (eso ya no le queda bien a un adulto) ya que no hay nada, nisiquiera un orgasmo bien confeccionado, que reemplace ese efusivo “¡papá!” que lanza un hijo cuando uno regresa del trabajo; tampoco todo el oro del mundo pagaría la solidaridad de nuestra pareja cuando nos consuela por la pésima jornada que tuvimos. Los hijos y la mujer reemplazan las diversiones fútiles de antaño y nos hacen pensar en colectivo y con proyección. Ya dejamos en el pasado la singular conjugación de la primera persona de cualquier verbo “yo soy, yo estudio, yo rumbeo, yo, yo, yo…” que se transforma en la plural cuarta persona al decir “nosotros saldremos adelante, nosotros debemos resistir, nosotros estamos endeudados” y en el imperativo de segunda persona cuando hablamos a nuestra prole a la que le decimos “tu serás, tu lograrás ó tu tendrás que… “. Ya nos olvidamos de nuestras personas y asumimos un rol distinto; aplazamos (por no decir “cancelamos”) los deseos de estudiar una maestría y hacer un doctorado en el exterior y ya ese anhelo juvenil de conocer a Cuba con Fidel Castro vivo y de ir a la Muralla China se empieza a esfumar como la vitalidad que antes nos hacía resistir dos días sin dormir: ahora nos da sueño a las ocho de la noche y nos molesta cuando los adolescentes se suben por la puerta trasera del bus y ni el pasaje pagan.
Claro que, otra vez, no hay que ser injustos: a la chica del helado (un poco a la culpable de todo lo que nos pasa) le ocurre algo igual: debe renunciar a sus metas de la infancia, a sus sueños posgraduales y a su bella figura de la juventud: el cuerpo no queda igual después de los hijos y todo el embellecimiento posible se limita al rubor, la pestañina y las sombras que alcance a echarse en el colectivo si alcanza a coger silla vacía.
Lo otro que hay que vivir son los arrebatos de solemnidad que nos asedian cuando tenemos hijos. Nuestras cabezas bullen y casi explotan al preguntarnos qué tipo de sociedad, ciudad y país les dejamos a nuestros chicos; cuánto hicimos por mejorar lo que encontramos y qué ejemplo de vida les podemos mostrar sin ruborizarnos. Allí es cuando una cerveza ayuda mucho ya que el balance casi siempre es desolador. El problema es cuando esa cervecita compartida con amigos (que están igual o peor que uno) nos queda gustando ya que al asumir la ‘tomata’ como deporte la acabamos de embarrar: nos gastamos la plata de Cablecentro, la ETB, Codensa, Gas Natural y de la tarjeta Carrefour, que tienen en casa, en nuestra propia cama, a su mejor cobrador ¡nuestra mujer! Así es que cuando empinamos el codo para apurar un Aguila siempre lo hacemos con sentimiento de culpa ¡cuando antes lo hacíamos con la mayor frescura!
En fin, la vida va cambiando y si no tuvimos arrestos para intentar guiarla acabamos siendo parte del redil; nos sorprendemos viviendo un estilo de vida que criticábamos en la juventud y reproduciendo costumbres que antes detestábamos. Así mismo, los de mayor ímpetu, nos consumimos en nuestra propia frustración (muchos de nuestra generación “sí llegan” a lograr lo que queríamos) y apenas hallamos alivios pasajeros al observar que no somos los peores ni que estamos tan mal como otros.
Total: esta es una reflexión pequeñoburguesa hecha en voz alta. A nadie culpo por mi vida. Es más, me da vergüenza comentar estas cuitas cuando el país está devastado por asuntos de mayor gravedad: la parapolítica y la violencia verbal e incendiaria de nuestros políticos… pero paro ahí, no sigo porque de continuar acabaría amargado al contestarme que el mundo no lo dejé mejor que lo encontré y que mi hija no la tendrá fácil a la hora de conseguir lo que yo ya no pude.