La cosa era de no creerse. Los tipos, sin más ni más, se agarraban a trompadas y lo mejor del asunto era que lo hacían sin rabia y terminaban carcajeándose y abrazándose. Pero el punto culminante de lo que una multitud de espectadores vimos el pasado viernes fue que dos pares de mujeres intercambiaron manazos sin que el asunto pasara a mayores ¿Cómo fue posible eso? ¿Cómo explicar que la gente se agreda sin una razón aparente y todo acabe amistosamente? ¿Es probable que eso pase en nuestro país? Es más: ¿es factible que eso pase en cualquier parte?… Bueno, pero estoy siendo injusto con los lectores ya que no les he proporcionado datos elementales para comprender la inaudita escena que describo. Pasemos, entonces, a exponer mejor la situación.

Ubiquemos primero el espacio. Ese es el del campus que describe la colombianidad mejor que ninguno otro; en él hay guerrilla, paramilitarismo, narcotráfico, ciencia, creatividad, pujanza y, por supuesto, ciertas dosis de violencia: ya todos deben saber que me refiero a la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá. Pero todavía la localización no es precisa; por ello ruego a quienes esto lean que imaginen un búho en posición de reposo y visualicen edificios dentro de los ojos del pájaro y edificaciones en las alas y las patas. El ombligo del ave resérvenlo para la plazoleta principal de lo que están concibiendo mentalmente. Dicha plaza pueden denominarla con el apodo del subversivo argentino, mientras que las construcciones que representaron en los ojos de la lechuza serán, respectivamente, el estadio de fútbol y el diamante de béisbol venido a menos en el último tiempo. Claro que si, señoras y señores, la ‘Nacho’ fue pensada como un búho que para quien no lo sepa es el símbolo de la sabiduría y su ágora central fue bautizada con el nombre de pila del hombre de las leyes, sin embargo los estudiantes la renombraron “Plaza Che Guevara”… Bien, pero regresemos a la orientación geográfica que pretendemos hacer a los seguidores de la presente historia: el lugar de los puños gratuitos al que me refería al principio de este post queda justo al ladito de “la Che” en un sitio conocido como “La Playa”.
¡Qué nombrecito ese! La sorpresa llega de repente ya que la expresión ‘playa’ significa mucho y puede llevar a equívocos. Empecemos diciendo que la arena que allí hay es más bien poca y que lo que sobran son restos de árboles que fueron llevados allí para hacer una especie de “parque de naturaleza muerta”. También soltemos de una buena vez lo que nos incomoda: por esos lados rondan jíbaros y expendedores de uno que otro cachito de marihuana. No obstante no todos los que pasan por allí venden o consumen ni todos los que hacen una u otra actividad merecen ni nuestra defensa ni nuestra reprobación. Total, la Academia es un encuentro tolerante de la diversidad amparada por la Constitución Nacional y refrendada por leyes como la de la dosis personal. De igual manera el espacio universitario al que hacemos alusión está dispuesto, como lugar público que es, al disfrute de propios y extraños.
Volviendo, ahora sí, al tema del boxeo espontáneo, expresemos que lo que ocurre todos los viernes después del mediodía en “la playa” de la U. Nacional es el mejor reflejo de lo que son los jóvenes de Colombia en general y los estudiantes de la universidad pública en particular: la juventud criolla, no es una genialidad decirlo, ha crecido en medio de un clima social hostil; por ello los chicos aparecen como excesivamente combativos o son dueños de calmas pasmosas. Pareciera no haber en ese caso término medio. De la misma manera, los futuros adultos colombianos albergan por dosis iguales sentimientos de enjundia y ternura; de coraje y compasión; de bravura y dulzura.
Esa mixtura de permisividad social a expresiones no convencionales (decimos esto porque si cualquiera de estas peleas se escenificara en la calle, la policía llevaría a sus protagonistas a dormir en el calabozo) y de características sui generis de los compatriotas de menos de 25 años, hicieron posible que ese prodigio de violencia simulada; de catarsis pública exista y deleite, de paso, a los cerca de doscientos voyeristas que nos damos cita todos los viernes en el costado occidental de la Plaza Che en la UN.
Clausewitz decía que “la guerra es la política por otros medios” y Norbert Elías comentaba que la civilización se funda en el deporte; así mismo José María Cagigal aseveró que el deporte es un sucedáneo de la guerra y por ello una y otra manifestación están intrínsecamente ligadas. Por eso se puede afirmar que lo deportivo modera lo guerrerista (lo sublima) y que actos como el de golpearse el rostro y el tórax como ejercicio de integración o de liberación de energías negativas es una terapia recomendable –tal como lo apreciáramos en la película “El club de la pelea”- en escenarios controlados.
Asistir a esas funciones pugilísticas al aire libre además de entretener, logra aliviar tensiones de cotidianidad y estrés de ciudad. Adicionalmente, al estar en el círculo humano que rodea a los peleadores de ocasión hace que uno se siente uno más de la masa y pronto cuerpo y mente anhelan saltar a la arena a desafiar a un rival desconocido en su identidad, pero hermano en su humanidad. Lo bueno de esos morbosos lances imprevistos es que allí, como en el boxeo formalizado, no hay categorías ni técnicas que limiten el deseo de romper a punta de tramacazos toda la adversidad y la rutina que el destino nos arroja a la cara día tras día. De ahí que veamos gigantones combatiendo con valientes hombrecitos y señoritas que abandonan su estrato y buenas maneras para cruzar coñazos a diestra y siniestra.
Cierro diciendo que no sería mala idea que levantáramos tinglados en las calles de Colombia para solucionar de una vez por todas las rencillas superficiales y los problemas de fondo de nuestra sociedad. Sería bueno, por ejemplo, un cuerpo a cuerpo entre nuestro Ministro de defensa y el Mono Jojoy o un cabeza a cabeza entre un Jorge 40 con un Raúl Reyes; la propuesta tiene mucho de folclórico pero no olviden que todavía tenemos rezagos de República Banana y aun nos declaramos la nación del Sagrado Corazón. Por ello insisto en lo de los encordados y me encantaría que el primero se izara en el Capitolio Nacional para propiciar que gente del gobierno y de la oposición intercambien ganchos al hígado y jabs de derecha sobre un verdadero ring; cuestión que nos liberaría de los bochornosos rifirrafes verbales que miembros del Polo, del decadente Partido Liberal y de las toldas uribistas repiten todas las semanas.
Por eso si está muy piedro con alguien convídelo a darse golpes. Si el tipo o la tipa acepta el duelo pero no tienen dónde compartir puñetazos, vayan a la Nacho… Ah, eso sí, averigüen primero si ese día hay tropel (disturbios) para que no se les dañe el plan y luego de la feliz pelea tómense un par de cervecitas y sigan como si nada. Y si eso no les funciona hagan como varios amables lectores: desquítense conmigo en la forma de venenosos comentarios de este blog. La otra opción, para desquitarse con este servidor, es retarme a boxear con la afortunada idea de incapacitar mi mano para que no siga escribiendo tontas invitaciones.
PD: Además de ese filósofo de nuestra cultura que es el ‘Kid’ Pambelé dedico esta columna a dos personajes más: mi padre que una vez me puso los guantes para que me midiera con mi hermano mayor (que me dio una muenda de padre y señor mío) y a mi profe de educación física, Vicente Rueda, que instalaba un cuadrilátero de box en el patio del Instituto Técnico Industrial de Villavicencio para que todos los compañeros que tuviéramos querellas las resolviéramos como hombrecitos; de frente y con hidalguía, logrando así reducir los niveles de violencia de mi querido colegio. Para ellos mi admiración, reconociendo y gratitud: fueron realmente unos adelantados.
PD2: a partir de la presente tira habrá en “blogota” ilustraciones de Diego Alexander Aguilera, un joven y talentoso dibujante en cuyas entrañas subyace el diamante en bruto de un artista en potencia.
PD3: habían tres comentarios de lectores que en esta actualización no quedaron. Mil excusas para ellos.