Mientras el mundo se debatía entre llorar a Michael Jackson o concentrar su mirada en la convulsionada Honduras, a escasos 412 kilómetros de Tegucigalpa, Alexis Argüello sucumbía ante un directo de bala al corazón. De esta manera se ponía fuera de combate a «uno de los mejores boxeadores de la historia» como declarara, con lágrimas en los ojos, el también ex púgil, Óscar de la Hoya. El «Flaco explosivo» como fue conocido en los círculos boxísticos, era el actual burgomaestre de Managua; dignidad que le fue conferida por el electorado de la capital nicaragüense el pasado 9 de noviembre, cuando presentó su candidatura a nombre del oficialista Partido Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). Según el informe policial el triple campeón de las divisiones pluma (1974- 1977), junior ligero (1978- 1980) y ligero (1981- 19823), segó su vida hacia las 2:00 de la madrugada del pasado miércoles 1 de julio al dispararse un tiro en el pecho, que perforó su corazón y produjo daños irremediables en el pulmón izquierdo.
Sin embargo sus seguidores no podemos dar crédito a la versión oficial. Nos cuesta creer que el corajudo pugilista, que protagonizó las dos memorables peleas con el puertorriqueño Alfredo Escalera, en 1978 y 1979, hubiese jalado del gatillo de la pistola 9 milímetros relacionada en el parte judicial. Corría el 28 de enero de 1978 cuando se realizó el primero de esos dos combates, válido por el peso junior ligero, cuando Argüello hizo besar la lona al «Salsero» Escalera; destronándolo así del título de la CMB. El triunfo adquiriría visos épicos al efectuarse en la patria del aguerrido campeón boricua, en la ciudad de Bayamón. El lamentable estado en que terminaron los dos contendientes es una de las postales más sangrientas del boxeo caribeño. La revancha fue súper promocionada: sucedió 12 meses después, en Italia, un 4 de febrero de 1979. En ella el nicaragüense volvió a imponerse con igual gasto de sangre. La coincidencia de los duelos es que en ambos «cualquiera pudo ganar» y que en los dos el que venciera debía hacerlo «por la vía rápida» como en efecto sucedió. La otra coincidencia es la del round del nocaut: el 13. Fatídico número que volvimos a recordar a principios de mes.
Triunfar en el box es vencer la muerte
¿Cómo es posible que un hombre acostumbrado a derribar a sus adversarios con uppercut, jabs y ganchos al hígado se haya metido un balazo en el tórax? ¿Puede entenderse la ironía del acudir a un proyectil cuando sus dos manos eran tan letales como la Ceska automática que dicen empleó para autonoquearse? Su envidiable récord de 90 peleas, en las que venció en 82 oportunidades, 65 de ellas vía cloroformo, hablan de su poderío encima del ensogado. Poderío que le hizo ser exaltado, en 1992, en el Salón de la Fama de Boxeo y en 1999 como «el mejor boxeador junior ligero del siglo XX» por The Associated Press.
Pero, además de combinar la inusual pericia de los estilistas con la enjundia de los fajadores, el ‘Caballero del ring’ destacó por escoger siempre «peleas difíciles», generalmente en divisiones superiores a su peso natural, como las dos en las que se lió con el monarca de las 140 libras, Aaron Pryor (si, el mismo que noqueó y desbancó a Pambelé); combates en los que vendió cara su derrota ante esa «maquina de lanzar golpes» que era Pryor. En el primer choque, apenas sonó la campana, Argüello picó en punta golpeando al estadounidense con un derechazo. Desde ahí ambos intercambiaron puñetazos durante 180 segundos frenéticos. Cuando el gong ordenó el descanso, entre ambos habían lanzado 238 golpes, muchos de los cuales impactaron al rival. Toda una oda a la fiereza. Al final, el «orgullo de Cincinnati» le repitió la dosis de violencia al centroamericano, derribándolo en ambos lances, tal como había hecho el 2 de agosto de 1980 con nuestro «Kid» Pambelé. No obstante, Pryor tuvo primero que probar la polenta y la testosterona del de Managua que estuvo a punto de noquearlo en el asalto trece de la primera riña. La leyenda negra dirá que el gringo ganó gracias a la brujería de su entrenador, «Panamá Lewis», quien le suministró al aporreador de Ohio una revitalizadora pócima, compuesta por «agua de muertos y otras raras sustancias». El juez y varios periodistas, además de la esquina de Argüello, escucharon cómo Pryor pedía angustiosamente «la otra botella, no la del agua» a su segundo de a bordo. A raíz de ese escándalo se pactaría el siguiente pleito, en el que ambos boxeadores terminaron abrazados en medio del baño de sudor, saliva y sangre.
De la muerte simbólica del nocaut a la real
Pero volvamos a la trágica primera noche de julio, en la que un rival traicionero, desconocido y poderoso lanzó un letal «cross de derecha» al pulmón del «campeón de los pobres» como lo definió la primera dama de Nicaragua, al anunciar el duelo de tres días por el deceso del mejor atleta en la historia de ese país. Argüello, con batín de alcalde, fue asaltado en medio de la noche sin sus guantes; el atacante (disfrazado de corruptela política) no le dio la oportunidad que el Parkinson le otorgó a Alí. Al menos Muhammad pudo burlarse de su dura enfermedad al decir «¿Quién es ese tal Parkinson? ¿Acaso a quien le ha ganado? Alexis, en cambio, no tuvo la oportunidad de ver los ojos del agresor; una vez derribado por la bala asesina no pudo incorporarse. La cobardía del agresor, sabiendo de su coraje, no se expuso a una revancha.
Sin embargo, para muchos de sus seguidores, Argüello empezó a morir cuando no supo retirarse a tiempo. Mal de todos los pugilistas. Cuando regresó del retiro a «quemar sus últimos cartuchos», uno de ellos en Bogotá, en coliseo El Campín. Pero lo que pocos saben es que parte de su ruina fue su relación con los sandinistas; primero de oposición y luego -antes del triunfo de la Revolución- de adherencia. No obstante, de nada le valieron sus gestas deportivas que tanta felicidad prodigaron a los «descamisados» defendidos por Daniel Ortega y sus copartidarios. Argüello cayó en ese pozo sin fondo que es la desvalidez de los ex deportistas: gastar inexorablemente las sufridas fortunas, la mayoría de veces, como le ocurrió a él, con ayuda de esa venal mixtura de la ambición de las personas cercanas y la apática negligencia de los dirigentes.
Arguello tuvo que «volver sin volver», como le ocurriera a tantos como Garrincha, Joe Louis, Floyd Patterson y «Happy Lora». Pero perdió y perdió. Entonces, como salvavidas del naufragio inminente, aceptó lo que terminaría siendo su mortaja: se hizo político de la noche a la mañana. Los sandinistas aprovecharon su bien ganada imagen. El pueblo, que tanto lo había vitoreado, votó agradecido. Pero el turbulento clima electoral hizo pensar en fraude. Desde entonces su vida fue vértigo puro: huyéndole a descalabros presupuestales y esquivando encerronas politiqueras de su mentor político, el mismísimo presidente de la República. Se dice que nunca supo pararse bien en el ring de la política: jamás logró descifrar, como hacía en sus peleas, los golpes bajos de sus adversarios, ni entendió el proceder de sus supuestos aliados. Por ello, quizá, se refugió en el fugaz alivio de la droga. Entonces su comunión con la gente, a prueba de fuego, empezó a esfumarse. Así, impulsado por la angustia de dejar de ser el héroe que era; sin poder soportar caer en desgracia como hiciera el «otro héroe» que fuera Ortega, tomó la fatal decisión o dejó que la tomarán por él.
Pero no nos tragamos ese sapo. Nos cuesta creer la versión oficial. Lo de Argüello no parece suicidio. Aquí no sirve el argumento que, equívocamente, invalida nuestro buen juicio por estar vaciado de objetividad. No se trata de objetividad, se trata de verosimilitud. Bien lo expresa «Mano de Piedra» Durán: «que me perdonen, pero creo que Alexis no es de los que se meta un balazo». Quizá dentro de algunos años salga a la luz la verdad. Quizá dentro de poco tengamos que soportar otra hipócrita petición de perdón de ciertos dirigentes que, como ya aconteció con el boxeador Rubin Carter (cuya vida fue llevada al celuloide en el filme «El Huracán»), admiten que «todo fue un error» y que «los culpables eran otros». Increíble: Argüello no pudo escapar al sino misterioso que envuelve la muerte de los grandes. Ya recién lo vivimos con el «Rey del pop».
Se nos fue el gran Arguello, el indomable y el noqueador. El que varias veces propinó esa «pequeña muerte», que es el nocaut, a sus rivales. Esperemos que su partida también sea corta al garantizar su pervivencia en el recuerdo de todos lo que lo disfrutamos.