La modelo era más alta. Subido en el cajón del primer lugar, le daba en la frente a la esbelta rubia que -estando un escalón por debajo- bajaba la cabeza para besarlo. Pero él no quería saber nada de protocolo. Deseaba huir: agarrar el manillar de la bici y decirle de nuevo al británico Froome «hasta la vista baby«, como ya había hecho otro paisano antecesor: Luis Herrera, que solía despedazar pelotones y es hasta la fecha el único aficionado que ganó una etapa en la ronda francesa.
La verdad, lucía más incómodo que en los ascensos a Morzine o Semnoz donde nunca abandonó el sillín de su máquina. Siempre sentadito, con los ojos clavados en la raya del asfalto y en proceso de adaptarse a esas expresiones de cariño de los aficionados, que le hacen calle de honor a los competidores en el remate de las fracciones de montaña, lo que contrasta con los codazos, empujones e insultos racistas que los colombianos han sufrido desde que asisten a competencias de Europa.
Su estilo, en esas cumbres de Pirineos y Alpes, nos llegó como una ráfaga del recuerdo: esa manera de acomodarse, de integrarse, con la bicicleta como si ella tuviera conciencia y entendiera del tamaño de la gesta, nos revive las campañas de cara ensangrentada, de camiseta de pepas rojas con el logo de Café de Colombia en la niebla de los picos y de «es imposible seguirle el paso» del Jardinerito de Fusagasugá.
Los momentos más lindos de mí infancia me los dio la dupla Herrera- Parra y -en segundo lugar- el dúo dinámico de la «bomba H»: Hinault- Herrera ¿Recuerdan? Cuando la carretera se inclinaba, eran los nuestros los que saltaban de la cola a la cabeza y si apretaban el paso ya nadie quedaba para aguantarles. Fignon y Kelly se atrevieron a desafiar a la tropa colombiana y ambos mordieron el polvo. Los dos fueron fulminados por el pistolero más rápido de la subida. Por el sheriff de los montes: Lucho.
El primero se llevó una lección que generaría un odio visceral: en el Tour del 84 un desconocido dejó a todo el mundo regado en el ascenso a L’Alpe D’Huez y el portentoso rubio fue por él. La pantalla de la tele -como nuestros corazones- se partió en dos: lo increíble era que el perseguidor, parado en pedales y entregando su alma en cada golpe de piñón, se rezagaba cada vez más ¡perdía tiempo! Adelante, un campesino que entró de último al equipo y que era un corredor «normalito», ni siquiera hacía gestos de cansancio. Todos en Colombia explotamos de emoción. Recuerdo que -en medio de la transmisión- le supliqué a mi papá que me comprara una bicicleta: ya había escogido héroe de niñez. Un superhéroe que tenía una singularidad: nunca pudo levantar ambas manos en la meta, sin perder el equilibrio.
Así, el campeón de ese año tuvo que tragarse el sapo de ser vencido por un aficionado que después se le aparecería una y otra vez en las etapas de montaña, lo que hizo que el ciclista francés escribiera en sus memorias -antes de morir- que Lucho se dopaba. Tenía razón. También los soviéticos, que se metieron una noche en el campamento del equipo colombiano y robaron una muestra de nuestro doping criollo; de ese que veían que Patrocinio Jiménez y el «Tomatico» Agudelo se llevaban a la boca en carretera. Y así descubrieron las maravillas de la panela.
El otro que se atrevió fue un irlandés. Al final tuvo que retirarse para evitar la vergüenza de una paliza: Sean Kelly resignó sus posibilidades en la Vuelta a España del 87. Lucho la ganó. La postal de ese triunfo fue tomada en Bogotá: el presidente Barco sale al balcón de la Casa de Nariño, al lado del campeón, para saludar a la multitud y allí el ciclista le pone la camiseta amarilla de líder. Metáfora pura. La nación coronada.
Esa facilidad para trepar, para escalar altos del viejo continente, cimentó una leyenda que hoy es marca de origen: así como los brasileros son dueños del jogo bonito, los colombianos son sinónimo perfecto de escaladores. Por eso tienen un apodo exclusivo: escarabajos. Desde ahí, los poderosos equipos del mundo siempre toman la precaución de tener en sus filas a un boyacense, un cundinamarqués o un antioqueño. Y lo hacen para defenderse de otras escuadras que también cuentan con nacionales. Colombia vs Colombia, en la montaña.
Se habla de un revivir del ciclismo colombiano. Nada más equivocado: él nunca ha dejado de florecer: todos los años varios compatriotas ganan, en los cinco continentes, competencias sobre sus caballitos de acero. Otro indicador indiscutible se ve a diario en nuestras vías: decenas de ciclistas de todas las edades desafían el peligro de tractomulas y conductores desbocados, acumulando kilómetros en sus piernas. Y no estoy hablando de sólo deportistas de oficio. También me refiero a los que salen a pedalear por el solo placer de hacerlo.
Regreso a los Campos Elíseos. Vuelvo a la engalanada noche de Paris para emocionarme de nuevo con el bonito espectáculo de los 100 años del Tour de France. Veo a un hombre menudito, de piel cobriza y rasgos indígenas que se convierte en el más premiado: es llamado cuatro veces al pódium. Observo como el campeón general lo espía de tanto en tanto y como las autoridades del Tour -incluido el mismo Hinault- se desviven por felicitarlo.
Nairo poco entiende. No habla francés. Y no le interesa. Tampoco lo necesita. Al igual que Lucho, sus expresiones siempre son de agradecimiento a sus compañeros y de nostalgia de sus padres y de su pueblo. De pocas palabras, se lenguaje es pedalear.
Lo más emocionante es que este hombrecito ganará el Tour y varias más de las grandes. Todo el mundo lo sabe. Es nuestro Messi sobre bicicleta. Al único que no parece interesarle el asunto es a él. Así de grande es Nairo ¿Estaban buscando un gran colombiano? No lo busquen más.