Enamorado. Embelesado. Extasiado. Con esos tres saltitos esa chica me conquistó: veo una y otra vez el video de sus 14,85 metros y sólo atino a repetir, mentalmente «no puede ser, no puede ser, no puede ser». Es que es bien difícil soportarlo sin palidecer: su carrera es armónica, la cadencia de brazos y piernas, perfecta, y verla en el aire hace que el corazón se nos detenga. Y para rematar está su sonrisa: francota y generosa ¿Por qué será tan feliz? No me vengan con el cuento de que es por ser colombiana.
Qué será lo que tanto me impacta, me pregunto. Demos por descontado que, con su presencia física, ella no pasa inadvertida: ya sabe lo que son las pasarelas porque las transita en los entrenamientos y en cada vuelo de competencia, hacia la arena. De glamour ni hablemos, porque si en vez de calificar los saltos, evaluaran la elegancia, Katherine sería la Isinbayeva del salto triple ¿Será eso? Que sea tan bonita… no sé, sino -entonces ¿por qué no sentí lo mismo con los triunfos de Mariana Pajón y Ximena Restrepo?
Ahora que lo recuerdo, con María Isabel Urrutia experimenté un cosquilleo de emoción similar… cuando esa afrocolombiana levantó las pesas que le dieron el Oro en las Olimpiadas del 2000, lloré como un chiquillo ¿Qué tienen en común las dos? Son mujeres, de origen humilde; son negras, son del Pacífico y se ganan la vida en un medio de predominancia masculina… caramba: tienen casi todas las características que garantizan una vida difícil. Una existencia de marginalidad, segregación, discriminación, racismo y sexismo.
Con esas pistas empiezo a entender mejor mi admiración. Qué admiración: mi devoción por la Ibargüen. Porque no solamente se está imponiendo a la temible Ekaterina Koneva de Rusia y a la impertérrita Olha Saladuha de Ucrania, sino a toda la plusvalía racial, machista, regional y clasista que socarronamente pervive en nuestra Colombia. Y porque lo hace, ya saben ustedes, riendo. Gandhi resistía con su «no violencia» y esta mujer lo hace regalándonos esa bella mueca de su rostro que de sólo verla nos contagia, desarma y recluta dentro de su ejército de incondicionales áulicos.
Sí, señoras y señores. Ahora hago parte de su apostolado. La seguiré por donde quiera que vaya y levantaré los brazos todas las veces que celebre y creeré que siempre se dirige a mi cuando se sacude la arena de los muslos y se acerca bailando a la gradería para ofrendar sus magníficos dientes que gritan «gracias por venir y creer en mí».
Sonríe la Cata. Con todo el cuerpo. Hasta lo hace con su apellido que dibuja una risa en la diéresis de la U.
Y escribiendo todo esto caigo en cuenta ¡Cáspita! Ya sé porqué me impresiona tanto. Es que ella -revísenlo bien- es la única deportista del deporte nacional (quizá Pambelé, el ‘Happy’ Lora’ y Lucho Herrera se aproximen un tris) que gana sin sufrir; que nos dice: «tranquilos: voy a ganar, ya pueden aplaudir… tan segura estoy que lo haré riendo». Lo que nos deja fríos es que no es soberbia. Es humildad. La sincera simpleza de la campeona.
¿Tremendo, no? una ruptura de paradigma para este país en el que nos falla la cabeza en los momentos cruciales y definitivos. Una muestra de grandeza y de simpatía excelsa para esta nación de violentos y apocados.
Y lo mejor es que la súper-Kathy seguirá saltando y cobrando oros y lo peor es que nosotros seguiremos viéndola sin comprender que en cada salpicar de arena y en cada sonrisa ella nos demuestra que sí se puede ¿Se animan a saltar? Yo ya empecé por sonreír…