Daniel me abrazó. Bastó la camiseta y haber nacido dentro de los límites político-administrativos de esta entidad llamada “Colombia”, para compartir de manera sincera la alegría del triunfo de la Selección. A mi alrededor 55.000 compatriotas lucían con un orgullo inusitado los colores de la patria. Nunca antes en la historia republicana se desplazó, al mismo tiempo, un grupo tan grande de colombianos a un evento específico en el exterior. Nadie puede establecerlo con certeza, pero la “mancha amarilla” suma cerca de 100 mil nacionales en la tierra del fútbol. Se estima que hay un colombiano sin boleta (o que la compró en reventa) por cada compatriota que adquirió sus ingresos a través del portal de la Fifa. Claro, también arribaron decenas de cientos que vienen a disfrutar el festival de goles y el carnaval cultural que significa una Copa Mundo, máxime cuando esta se hace en un territorio tan significativo para el imaginario internacional como Brasil.

Acompañar un juego en un mundial es diferente. La seguridad de ingresar a un recinto que es objeto de las miradas de más de la mitad de la población orbital pesa en el espíritu. Además, ver a tantos connacionales sintonizados en un propósito común (cuando somos una sociedad tan polarizada en lo político y tan segmentada en social) es conmovedor y no deja de ser un gesto ejemplarizante.

Ganó el equipo de Pekerman, pero también el de mi mamá, el de mis amigos, compañeros de trabajo, el de mi esposa, mi hija, mis vecinos… el del candidato por el que voté y del otro por el que no votaría nunca. Quiero decir, con ese 2 x 1 ganamos todos. Sin embargo el triunfo costó, no fue nada fácil. Los africanos trabaron, rasparon, dieron pelea y  marcaron un gol que despertó el aplauso de la mitad del estadio: Gervinho asustó.

Clasificamos. Ya es un hecho. No sabremos hasta la fecha de cierre de grupos si somos primeros para jugar en Rio de Janeiro o segundos para hacerlo en Recife. Por lo pronto me quedo con un dato revelador: vencimos por el fútbol. Los tantos fueron fabricados por los dos más pequeñitos y a la vez más habilidosos. Los benjamines al ataque. La revolución de los pitufos.

Por todo esto ya el Mundial valió la pena. El abrazo con un conocido- desconocido, que para el caso es Daniel, emblematiza una acción que demuestra que pueden más los sueños compartidos que la mezquindad histórica que nos signa.

Salgo a la calle. Voy a cazar sonrisas y compartir abrazos. Como pocas veces celebraré ser colombiano. Esto es una fiesta con sello chibchombiano porque, como tituló un diario brasiliense: “La capital de Colombia queda en Brasilia”.

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