Celebrar en cuerpo ajeno es señal de impotencia: de incapacidad. Vengarse con mordacidad alivia, pero no redime. Lo que se pierde no se recupera por un gracejo; así este sea inteligente. Las redes sociales explotaron en Colombia (y sospecho que en medio mundo) por la debacle en campo que padeció Brasil. Por cada gol alemán, millones de trinos festejaron la debilidad verdeamarela. Confieso que estaba dolido por la forma como la Fifa fue llevando al Scratch, pero jamás pensé vivir una afrenta de esta magnitud contra la selección que mejor representa el cariño por la pelota.

Luego mi sentimiento no era contra la “canarinha”. No. Era contra lo que llamé en una anterior columna el establecimiento. En ese texto escribí, refiriéndome al partido de cuartos que jugó Colombia: “no es contra Brasil, es contra el establishment”. Quería decir que enfrentar a ese equipo implicaba desafiar el sistema: al preferido. Al que todos toleran (en sus excesos), miman (en sus flaquezas) y aplauden en sus gestas. Y hacerlo en su casa incluía elementos especiales: luchar contra el dueño del público y el que garantiza –con su presencia- que el negocio del Mundial no se malogre. Perder ese partido le implicaba a la organización (Fifa, gobierno brasilero, patrocinadores) dejar de percibir una cifra astronómica de reales. También dejar escapar los réditos políticos. Por eso, así no hubiese una reunión de complot en una habitación de hotel en Copacabana, para hacer que Colombia saliera derrotada, la cancha sí estuvo inclinada: por todo el entorno en el que se podía leer: “Brasil debe ganar” y por el pobre juez español que tenía miedo de equivocarse contra el anfitrión y en las dudas condenó al conjunto tricolor.

Pero así es que funciona esto. Lo que los sociólogos llamamos “capital cultural” se expresa también en peso político: era la quinta contra la treinta economía. Eran cinco títulos contra nada. Era el Penta contra aquel que “a lo máximo que ha llegado, es al error de Higuita contra Camerún”. Eso, acompañado del complejo que nos gobernó durante 60 minutos (con media hora nos bastó para hacerlos comerse las uñas), conspiró contra el sueño –nunca antes tan posible- de llegar a semifinales.

Ese fútbol de comercial de televisión. Ese balompié de presidentes abrazando a Joseph Blatter. Esa falacia -de performance atlético- que encontró en el estilo nacional brasilero de jugar al fútbol una mina de hacer dinero, esa, es la que perdió contra Alemania. Lo grave, lo triste es que la derrota arrastra también la marca: el sello de origen del fútbol de potrero también recibe el golpe. A la lona se va también la picardía, el enganche adicional, la gambeta de postre y el chanfle al ángulo. Cae en barrena esa alegría que, con valentía, los brasileros opusieron a la seriedad europea (y al dramatismo argentino), logrando posicionarla como “un modelo a seguir” y un ideal estético. Esa era que tuvo un rey (Pelé) y una corte de ilustres como Garrincha, Zico, Romario y Ronaldo esta hoy con las alarmas prendidas, enviando mensajes de SOS propios de las especies en vía de extinción.

Asistimos a la muerte por capítulos del fútbol arte que da paso a uno más atlético y celoso de la eficacia. No es que el fútbol de Alemania carezca de estética: es que es otro fútbol. Otro “patrón” de juego. También en él hay belleza; sólo que no fue la creada en nuestro suelo: la que burlaba el poderío físico incorporando la agilidad y gracia de la danza, la velocidad de piernas no para ir adelante, sino para hacer diagonales. La que privilegiaba paredes e invitaba al lujo sin espíritu rentista.

Ese fue el fútbol goleado. Es la vapuleada a un modelo. Triste que haya sido con la peor caricatura de él. Lamentable que un sentir, que una pasión, una manera de vivir la vida y asumir el mundo fuese raptada por las multinacionales que ayer la enterraron sin piedad.

Felicitaciones a Alemania. Su brillo premia un esfuerzo que depositó en el fútbol una forma de resurrección histórica. No debe extrañarnos que sean ellos –con su tenacidad, disciplina y capacidad de reinventarse- quienes hayan apurado el fin de una época.
Yo si lloré. Mis lágrimas por el fútbol con el que crecí y me regaló tantos momentos felices.