Casi. Pegó en el palo y no entró. Estuvo tan cerca… el mazazo asestado a siete minutos de los penaltis liquidó. Fue un cruzado a la barbilla: nocáut para Argentina que se fajaba en campo apelando a su mística copera. Con Romero en la lona todos miramos al único que podía contestar ese tramacazo alemán, pero Messi dejó su magia en Barcelona. A Brasil apenas trajo trucos aprendidos: Mozart disfrazado de Salieri. Al final se dio lo esperado: triunfó el que tenía más equipo, quien hizo mejor Copa, aquel que desenmascaró al anfitrión.

Los albicelestes emplearon su arma más antigua: la testosterona potenciada por el amor a la camiseta que distingue la pasión por el fútbol de los nacidos en el Rio de la Plata. Los antropólogos dicen que el estilo nacional de juego argentino se distingue por la picardía del potrero: burlar al rival y al árbitro. El baile (la gambeta) y actuar al filo del reglamento es el libreto aprendido por los compatriotas de Maradona desde niños… estética y arte que los sudamericanos aplicaron con esmero en esta final, pero no les alcanzó: el balompié no es sólo esfuerzo, concentración y “laburo”: también es habilidad y sentido de oportunidad: Lio escondió la primera e Higuaín no aprovechó la segunda.

Alemania fue el mejor. No cabe duda. Esa condición no le daba derecho al título (la justicia no es lógica del fútbol), pero sí recompensa un trabajo iniciado hace 10 años con el proceso de Jurgen Klinsmann e Joachim Low. Esa planeación, esa previsión, orden. Ese apego a la disciplina y la exacerbación de la táctica del elenco teutón es la definición de la selección bávara. El perfecto engranaje de todas las líneas del onceno representa una sociedad organizada que huye de la improvisación. El equipo nacional encarna los valores nacionales y los maximiza en la cancha.

Elementos que, cruzados con el poderío del frente de ataque (que hace que repitamos el lugar común de los panzer y del obús de la II Guerra Mundial), hicieron de este nuevo tetracampeón un fiel exponente de la vieja máxima de este jueguito que reza: “el fútbol es un deporte de once contra once en el que siempre ganan los alemanes”.

Cae el telón de esta vigésima Copa que coronó a quien avergonzó al local propinándole una paliza que reivindicó al portero Barbosa del “maracanazo”. Se diluye en fantasma del 50 con ese 1 x 7. Se escapa con las olas de Copacabana esa creencia de que “europeos no ganaban en América”.

Se nos va el torneo que honró al “país del fútbol”: casi tres goles por partida, muchas remontadas y varias sorpresas habladas en idioma español: Costa Rica y Colombia. Acaba el campeonato que no le hizo justicia a México (no fue penal), que no le sonrió a Chile (que merecía imponerse a Brasil); que vio languidecer a Uruguay, que despidió tempranamente a la campeona defensora y a la siempre luchadora Italia. Nos da el portazo el certamen que debió tener a la selección de Pekerman como semifinalista.

Nos deja esta cita orbital que coronó por sus antecedentes a Messi (cuando debió ser Robben), que subió al podio de “pichichi” al gran James Rodríguez, que le dio el premio al “Fair Play” a los nuestros y que marcó el fin de un ciclo, de un paradigma, de una era: la del “jogo bonito” que no se renovó, que se convirtió en el fútbol consentido y protegido por la Fifa y que se desplomó como un castillo de naipes ante la implacabilidad alemana.

Celebra Alemania. Llora Argentina (que deberá reconocer que consiguieron mucho con poco). Regresa el drama a la narrativa sudamericana. Vuelven los relatos trágicos y agónicos que hubiesen sido más vigorosos con una corona albiceleste en suelo amarelo en el escenario de Rio.

Yo me despido de esta serie de informes. Fue un privilegio y un placer. La experiencia de “Brasil 2014” con una Colombia protagonista es una aventura que perdurará muchos años en mi corazón.