Volvió a ganar. Y lo hizo con la suficiencia de siempre: destrozando rivales y amado por el pueblo. El chapulín es sinónimo de popularidad y carisma: más de cuatro millones y medio de cariocas votaron por su nombre en las pasadas elecciones de Brasil y lo erigieron como senador por Rio de Janeiro. Lo más meritorio del que fuera campeón del mundo en USA 1994 no es que haya triunfado, ni su estupenda cosecha de votos, sino el hecho de ser reelegido: él logró traspasar la confianza de sus hinchas a la de sus electores.

Dunga, Lula y Romario

¿Qué tiene el “baixinho” que lo convierte en el nuevo fenómeno de la política brasilera? La respuesta se debe buscar en su estilo de juego como futbolista. Romario es irreverente, talentoso y letal. Critica a la Fifa, a los ricos, al sistema político y lo hace con fiereza; sin asco: los ridiculiza y los provoca como hacía con los zagueros adversarios. Los somete en sus debates como tantas veces hizo con las redes al anotar los cerca de 800 goles que la rectora mundial de las estadísticas del balompié (la IFFHS) le reconoce.

Como artista que es, descubrió la esencia del nuevo juego: representar a sus fieles en los partidos que interesan, en el área donde se legisla y se hace control político: el Congreso de la República. Así, Romario de Souza Faria, implementó su astucia en el área chica, de centro- delantero, para anotarle goles al establishment cada vez que hubiese oportunidad. Él carecía de programa, su poder consistía en aprovechar lo que le llegaba a sus pies: Romario es un definidor de raza. Oportunidad servida, tanto cobrado.

No es un político profesional. Es un artista popular. Tiene olfato: sensibilidad de clase social. Su discurso es potente para las audiencias que lo identifican como uno de los suyos: en su momento fue busca-pleitos e infractor de la ley. Tuvo sus momentos de comunión con la nación, como cuándo fue el mejor jugador de la Copa de Estados Unidos 1994 y de dolor compartido con su llanto tras ser apeado del Mundial de 2002 por Scolari.  Esa humanidad al descubierto desata la confianza: ningún político llora jamás. Ninguno ríe con tanto desborde. Romario sí. En eso se parece a otro prodigio de las canchas y la política: Maradona.

Justamente su rivalidad deportiva con El Diego se decantó en afinidad ideológica: los dos –el argentino y el brasilero- son polvorín oratorio. No es retórica docta, académica, no; es discursividad popular. Los dos: el 10 y el 11 le saben entrar a las masas como lo hacían con la pelota en clubes populosos como Boca Juniors, Vasco da Gama, Flamengo y Barcelona de España.

Esta dupla ya se unió para disparar dardos contra los mandamases del fútbol y de la Fifa en los previos de Brasil 2014. Son iconoclastas y gambeteadores. También seductores y conquistadores de tribunas. Son magníficos productores de titulares de prensa. Saben jugar bajo presión y con estadio lleno.

Los dos, el Baixinho y el Pelusa, además de su corta estatura y la electricidad de su zurda, miran para el sur y para la izquierda; se proclaman defensores de los pobres y se burlan de la neutral comodidad de Ronaldo (quien dijo que para qué escuelas y hospitales si lo que el Mundial precisaba era estadios) y Pelé, de quien el “chapulín” expresó: ele é um poeta com a boca fechada (él es un poeta con la boca cerrada).

Por fortuna tendremos “pichichi” para rato. Su elección durará más que su participación en mundiales: ocho años ¿Podrá sostener su talante de artillero tanto tiempo? Apuesto porque sí: el baixinho es un genio de la reinvención. Nunca se cansa de sorprendernos.