Rio de Janeiro es la imagen más potente de Brasil. En el pasado mundial de fútbol, la meta de muchos hinchas fue llegar a esta ciudad que condensa la “brasilidad” conocida por el mundo. Varios íconos ayudan en este propósito: el Cristo Redentor, el Maracaná y las playas de Copacabana e Ipanema. Así, lo carioca se impone como una marca y eclipsa la diversidad de un pueblo que como todos y especialmente como ninguno, es diverso.

De esa manera, para decir brasilero, se dice “carioca” y para hablar de carnaval se jura que sólo existe el de Rio. Esa representación social del Brasil no es gratuita: la llamada “Cidade maravilhosa” fue la piedra angular de la construcción del estado nacional que tuvo su esplendor en los gobiernos de Getulio Vargas (1930- 1945 y 1951- 1954). El “varguismo” integró el país y lo centralizó en la figura del Pai da Nação (padre de la nación) que hizo de Rio de Janeiro el epicentro del que pasaría a la historia como “Estado novo” (Estado nuevo).

Al ser la sede de la política nacional (todavía no se construía Brasilia), era a la vez caja de resonancia y modelo. Parafraseando al antropólogo Eduardo Archetti, Rio era espejo y máscara: reflejo y fantasía. Imagen e ilusión. Juego de identidad y alteridad. Era un ejemplo a seguir que se difuminó en el vasto territorio colonizado por los portugueses y se recreó de mil maneras en todos y cada uno de los confines del que es hoy el quinto país por tamaño.

De esa manera, con la excepción de São Paulo que procuró diferenciarse de su hermana- rival  y de Brasilia que fue inventada con otros parámetros, todos los poblados del país del pentacampeón llevan una Rio de Janeiro en su ADN cultural. A propósito del fútbol, aparece una prueba que ayuda en esta línea argumental: Flamengo es el club más popular de Brasil y eso ocurre desde los tiempos en que Rio era la capital federal.

Esas razones también explican por qué los no brasileros creemos que sólo hay un carnaval en todo Brasil: el carioca. Claro que esa imprecisión ha sido estimulada en el último tiempo por los medios de comunicación. Doy un ejemplo: los flashes de noticias internacionales que reseñan el carnaval sólo muestran imágenes de desfiles en el sambódromo, priorizando las de “rainhas” (reinas) y mulheres- destaque (mujeres del desfile) que bailan samba con trajes de luces decorando sus sensuales formas.

Entonces, la imagen que queda es la más pobre posible: el carnaval se reduce a los desfiles de escolas (escuelas) en Sapucaí. Todo se encapsula en la metonimia del sambódromo y la mulata curvilínea. Pero el carnaval es eso y mucho más: es verbena callejera y antifaz. Es baile, música y desinhibición; es carcajada, maquillaje y fuga. Claro que existe un deseo de contenerlo, formatearlo y controlarlo. Convertirlo en una fiesta para turistas que siga vendiendo la ciudad como tarjeta postal de Brasil que tenga programa libreteado por el establishment: el mercado y las élites políticas.

Esas intentonas tienen ganancias relativas. Dominar el carnaval no es asunto fácil: al ser una expresión popular, fermentada en el cansancio a la regla y la obediencia, ella tiene infinitas formas de resistirse a la entrega. Bien lo decía Bajtín: el carnaval es un escenario dramático de sub-versión. El ya citado Archetti acuñó el concepto de “zonas libres” que eran los intersticios sociales de poca vigilancia y control y por ello mismo de alta creatividad socio-cultural, por ejemplo: la danza y el juego. Nosotros agregamos: el carnaval.

Otro antropólogo: Roberto Damatta, vio en el carnaval, el ritual cíclico en donde se recreaba la brasileridad. Así, de cuando en cuando, el Brasil era reinventado en dos arenas de poderoso influjo espiritual: el fútbol (especialmente en los mundiales) y en el carnaval; particularmente en el de Rio de Janeiro.

Se están acabando los carnavales (así: en plural) de Brasil. Ya cesa la pirotecnia y apagan las luces de fiesta en Salvador Bahía, São Paulo, Recife, Olinda, Florianópolis… por citar algunos. Yo viví el de Rio y el de la vecina Niterói. Lo hice con mi esposa e hija: con ellas aprendí las diferencias entre cordões, blocos y escolas y supe que una cosa son los desfiles (casi todos competitivos y con diferentes categorías –como en el fútbol- en donde unos descienden y otros ascienden, disputando dinero y copas) y otra la experiencia carnavalera de la rua.

Con Olga Lucía y Luna aprendí que uno se puede disfrazar –o para decirlo de manera más bella, en portugués: “fantasear”- en fecha distinta a halloween y por varios días seguidos. Con ellas supimos que las boletas pueden dar el derecho a recibir preservativos gratuitos –como un mensaje de salubridad pública- y a disfrutar la bella desnudez del cuerpo, sin moralismos pacatos, de los marchantes en la Avenida.

En ese sopor festivo, que a veces nos devolvía a la realidad por los terribles olores despedidos por las necesidades hechas al aire libre (ningún esquema de sanitarios resiste esa cantidad de pueblo), perdimos la noción horaria (dormíamos de día y deambulábamos de noche) y digestiva (sencillamente nos alimentábamos).

Inolvidable. Único. Regresar a medianoche en barca, por la bahía de Guanabara, junto a mil personas que  cantan de ebriedad las notas de Xuxa e Caetano Veloso es casi una alucinación. El Chavo del ocho, Marilyn Monroe y Ayrton Senna resucitados en anónimos actores.

Quizá el estremecimiento fue mayor al ser el primer carnaval de mi vida. Un privilegio que haya sido en Rio. Un lujo haberlo gozado con mis dos entrañables mujeres. Una vez más: obrigado Brasil.