Hoy América Latina es Colombia. Argentina es considerada “el rival a vencer” (en términos antropológicos “el otro” construido). A la que todos le quieren ganar. La selección albiceleste es la adversaria principal de Uruguay, Brasil, Chile y Paraguay. Con todos esos países comparte frontera y al enfrentarlos dentro de un campo de juego ha labrado duelos particulares que se reavivan torneo tras torneo.
Las identidades (eso que nos define, lo que se considera esencial) solo son posibles a través de alteridades, de otro que nos contraste y del que nos diferenciamos. Mi tesis es que la falta de un rival fronterizo- geográfico con el cual diferenciarse (un ejemplo de ello es el juego de poca emoción del Bolivia- Perú en cuartos) hizo que se construyera una admiración por la nación de la región más potente en su estilo de juego y en la exportación del mismo: Argentina; embeleso que con el paso del tiempo, por la universalización-mediatización-globalización del fútbol, se fue reconfigurando en rivalidad de un solo sentido: de “nosotros” hacia ellos.
Baste como evidencia los comerciales de televisión futboleros en cada país de Sudamérica (y amplio el mapa incluyendo la progresiva tensión balompédica con México) que presentan siempre la misma historia: los colores del equipo –y los hinchas- a los que le ganamos y de los que nos burlamos son una parodia de los argentinos. Los colores de la bandera de Di stéfano, Maradona y Messi. Ese deseo de vencerlos se agiganta en virtud del estereotipo porteño que exagera la arrogancia bonaerense.
Esa rivalidad no se devuelve. Argentina privilegia dos adversarios: Inglaterra y Uruguay. En el último tiempo agregó a Brasil. El primero por razones geopolíticas (las Malvinas), el segundo por proximidad cultural, geográfica y competitividad misma. Con Brasil la rivalidad es más reciente y se fue calentando hasta presentar expresiones como “El Brasil decime qué se siente” de la pasada Copa Mundo 2014 en dónde no se enfrentaron en campo, pero si a nivel simbólico.
¿Y Colombia? Admitámoslo. Rindámonos a las evidencias: antes del profesionalismo ya había argentinos jugando para equipos colombianos y varios de ellos estrenaron la liga nacional en 1948; pero fue desde El Dorado donde su significativa presencia creó una escuela que Pékerman emblematiza hoy día: sólo en los cinco años de El Dorado (1949- 1954) mal contados hubo 600 extranjeros jugando en Colombia, de los cuales ¡al menos 300 eran argentinos! De hecho nóminas completas como el Quindío de 1951 fue integrada en su totalidad por compatriotas de Gardel.
Desde entonces miles de argentinos han pasado por el país dejando huellas de disímil factura. Estoy en el conteo, que ya pasa los 2.000 futbolistas albicelestes que vistieron camisetas de clubes criollos, lo cual convierte a nuestro país en uno de los más “argentinizados” que existen en materia del fútbol. Así ¿cómo negar sus enseñanzas e influencia? ¿Cómo desligar el desarrollo colombiano de la tutoría de la margen occidental del Rio de La Plata?
Eso en todo nivel: clubes, selecciones, periodismo (primero la escuela de El Gráfico y ahora la de Fox Sports) y ahora de aficiones (el modelo de “el aguante”)… negarlo, insisto, además de desmemoriado es soberbio.
Por eso el cruce de cuartos de final entre Argentina- Colombia es tan atractivo. Él entraña la rivalidad (desde Colombia hacia Argentina) del aprendiz que sigue luchando por la emancipación iniciada con el 5 a 0. Pero también es la celebración de una hermandad, de una historia común, de una sensibilidad lúdica e idiosincrática que ratificará la importancia que el fútbol sigue teniendo para integrarnos como latinoamericanos.