A falta de goles, recordarán el penal atajado por Zapata. Aunque, de ser hincha cardenal, pondría en el portarretratos de mi memoria la imagen del calvo y del presidente. Omar Pérez y César Pastrana se merecerían la gloria futura de mis añoranzas y la prioridad en el relato a los nietos, si es que para entonces la costumbre de oír a los abuelos todavía existe.

Por eso la foto que predominó en los diarios deportivos de Sudamérica es un canto a la justicia: nadie más que ellos dos ganaron el derecho, de levantar sobre sus cabezas, la mejor conquista del club capitalino en su septuagenaria historia. La Copa se izó para el brindis de un proceso ejemplar (seis títulos en seis años) que todavía puede seguir escribiéndose: el 2016 reserva cuatro nuevas aventuras con botín a bordo.

El diez y el presidente: los dos protagonistas del último lustro, levantan la Copa como reyes sudamericanos

Ese trofeo no es poca cosa: es el segundo más deseado de la región y obtenerlo implica superar desafíos más allá de lo deportivo. Santa Fe venció la adversidad estadística que dictamina que los equipos colombianos pierden más de la mitad de finales que juegan e igualó el temple del Once Caldas de batir a un rival argentino. Aún más: logró regularidad en todos los torneos en los que dejó de ser un mero participante para erigirse en candidato al cetro. Escuchando a los periodistas brasileros, en la transmisión de la final que acompañé desde Brasil, repetían como en una letanía que era uno de los clubes de primer orden en el concierto suramericano.

Lo sorprendente es que esta campaña del último lustro fue labrada con austeridad económica y –que me perdonen los santafereños- deportiva: no tuvo jugadores fuera de serie, todos fueron y son normalitos; no harían parte de un Panini que seleccionase al equipo ideal de la década… como será que su figura usa prótesis en una rodilla y ya ni resiste 45 minutos a tope. Claro que esa característica no es exclusiva del rojo bogotano: en el fútbol atlético de hoy el Barcelona es una rabiosa excepción (bueno, el Bayern de Múnich también) que privilegia el despliegue físico sobre el talento y apenas este logra aparecer se empaca con prisa a las ‘Europas’.

Siempre ganar será bueno: atrae bendiciones, dinero incluido, que la derrota rara vez dispensa. Ese magnífico premio en metálico podrá sacudir la bolsa de jugadores colombiana que sólo conoce dos épocas de esplendor: la de El Dorado y la del auge –en los 80’s- de los carteles lavando activos con grandes contrataciones. Ese remezón monetario, de reinvertirse en el propio negocio del fútbol, contribuirá a una mayor competitividad del balompié nacional que pasa por tiempos de hegemonía verde antioqueña.

Soñar con un Santa Fe bien armado, que pelee las dos copas de la Conmebol el año entrante y le meta más pimienta a nuestra liga, es una ilusión que nos hace agua en la boca: es regresar a la disputa de los trofeos regionales que abandonamos desde los tiempos memorables del Diablo y del verde paisa y es aplicarle electricidad a los clásicos regionales que se han devaluado por su bajo voltaje, traducido en tedio y mediocridad.

Tal deseo no es imposible: su campeonato de Copa Sudamericana, además de los beneficios derivados de lo económico, le significan importantes réditos simbólicos. Para empezar, Santa Fe supera la gesta deportiva de su rival de patio, Millonarios, que si bien llegó a ser llamado el mejor equipo del mundo –y ganó una pequeña Copa del Mundo- en los cincuenta, no puede contabilizar esos títulos de forma oficial. Así mismo, se sube al podio de los tres clubes de este país con Copas de renombre: allí es bronce porque admitamos que la Libertadores es la Libertadores.

En esa misma dimensión simbólica, refuerza su sello identitario de “primer campeón”, inaugurando para Colombia un título en ese torneo surcontinental y reformula –procesando en su favor el tedio de 120 minutos ante Huracán- su condición de equipo que gana todo con sufrimiento. Como plusvalía, recupera para Bogotá un prestigio perdido por tantos años de anemia y evasión futbolística en grandes certámenes; ausencia de la que queda exonerado El Campín que se convierte en la cancha de mayor lustre internacional en cuanto a títulos se refiere: Libertadores de Nacional en el 89, Copa América de 2001 y esta Sudamericana de 2015.

Razones de sobra para sonreír por el rugido del León; así la época que viva nos impida seguir admirando su pasado de buen hidalgo perdedor ¡Salud santafecito!