La política brasilera no es muy diferente de la colombiana y sospecho que tampoco dista mucho de la practicada en el resto de países que optaron por la democracia. Por eso, no es difícil entender lo que pasa en el gigante sudamericano; así el tamaño del congreso (513 diputados y 81 senadores) y la cantidad de partidos (25) abrumen a los que provenimos de países más pequeños. Por supuesto que el caudal de detalles tiende a confundir: son varias las investigaciones (por ejemplo, las distintas fases de la “Operação Lava-jato”) e instancias implicadas (tribunales superiores, congreso, procuraduría, juzgados ordinarios, policía federal) y muchos los personajes involucrados (Dilma, Lula, Cunha, Temer, Sérgio Moro, Delcídio do Amaral, José Eduardo Cardozo, Gilmar Ferreira Mendes, etc., etc.), por lo que seguir el ritmo de los acontecimientos, que mudan a cada hora, se torna una labor que demanda suma concentración.

Sin embargo, todo ese entramado de personas y situaciones se resumen en un sólo hecho: definir si la presidenta Dilma Rousseff sigue o no en su cargo ¿Quién lo define? El congreso de la República, mediante un proceso conocido con el anglicismo “impeachment”, que está consagrado en la Constitución nacional brasilera y que fue usado en 1992 para retirar del cargo al entonces presidente Collor de Melo. Hasta ahí todo es comprensible y conveniente: las democracias precisan de instrumentos de control contra los excesos de sus gobernantes; en ello reside su fortaleza.

Las calles han sido escenario de pulso entre opositores y defensores del gobierno de Dilma. En juego hay mucho más que la burocracia; se trata de defender modelos de gobierno.

No obstante, al examinar los cargos contra la presidenta se tiene la impresión, que se va convirtiendo en certeza, de que esos “instrumentos de control” pueden pervertirse a niveles escandalosos, atentando contra aquello que debieran proteger: la propia democracia. Veámoslo en detalle: ¿de qué se acusa al gobierno de Dilma? Respondámoslo en buen brasilero: de hacer “pedaladas fiscais”. La expresión –como todo lo brasilero- viene del futbol ¿recuerdan ese amague de Robinho en el que pasa con velocidad las piernas sobre la bola sin tocarla? Basta poner “pedaladas” en YouTube para mirar y entender la metáfora. Ahora en castellano: el único cargo que se le imputa es el de maquillar el presupuesto para cubrir gastos de su administración (comprobadamente, para suplir presupuestos de inversión social), autorizando auto prestamos de los bancos oficiales y así presentar un balance financiero que disimuló parte del déficit.

En resumen: se le acusa de gobernar, dado que la maniobra fiscal que hizo fue para atender programas básicos a la población vulnerable, como el de “Bolsa familia” (subsidios para familias en la franja de pobreza) y “Minha casa, Minha vida” (construcción de vivienda de interés social) que han sido parte del milagro brasilero de sacar, desde el primer gobierno de Luis Inácio Lula da Silva, cerca de 30 millones de personas de la pobreza y dotar con tres millones de casas a esa población desamparada.

Para remarcarlo más: no hubo robo, acaso un auto-préstamo. Esa acción no es inusual en los gobernantes del mundo, especialmente a la hora de presentar informes a los organismos financieros internacionales; de hecho, la mayor parte de los presidentes brasileros anteriores a Dilma lo hicieron sin que hayan sido procesados por ello. Entonces ¿Por qué a Dilma sí la demandan y no ocurrió lo mismo con sus antecesores? Porque hubo un cambio reciente en la jurisprudencia, que hizo que un organismo federal de control financiero, el Tribunal de Contas da União (TCU), emitiera un concepto desfavorable, que no obliga o tiene como consecuencia directa la apertura de un proceso de la gravedad del impeachment.

Si no hay robo del gobierno y si no existen más cargos, persiste la pregunta ¿Por qué quieren tumbar a Dilma? La respuesta es ridículamente simple: porque quieren conseguir por otras vías lo que no pudieron por el mecanismo electoral democrático ¿Cuáles son esas vías? Son tres, centradas en el proceso de destitución.

La primera de esas estrategias es la desinformación a través de los dos grandes medios (cuya línea editorial es notoriamente pro-Impeachment) que han construido dos categorías para medir todo lo relacionado con el Palacio do Planalto: “corrupción” y “crisis económica”. Los sobornos, pagos de comisiones ilegales y detrimentos patrimoniales en Petrobras (la empresa estatal de petróleos del Brasil) es el eje articulador de la primera categoría. El desplome de la economía brasilera (en un país cuya agenda pública esta “economizada”: basta ver los noticieros, todo el tiempo hablan de PIB, tasas de interés, calificaciones internacionales…) es el núcleo de la segunda. Por supuesto que Dilma es la responsable de lo que pasa en las empresas estatales y de dirigir la economía nacional: se le podrá achacar que fue negligente en la vigilancia para evitar corrupción de Petrobras (en la que están involucrados casi todos los partidos, incluido el presidente de la Cámara con cuentas en «Paraísos fiscales») y que ha sido torpe en la conducción económica, pero esa “responsabilidad política” no está incluida en el proceso que se votará el domingo 17 de abril.

La impresión que queda, después de cada noticiero o lectura de periódico, es de cierto regocijo morboso, algunas veces aderezado de indignaciones virulentas del tipo “Brasil no aguanta más”, “basta ya de tanta indecencia” que esgrimen parlamentarios (muchas veces incitados por los propios periodistas) que nos hacen concluir que esa corrupción –de la que esos partidos son partícipes- y esa crisis –que se agrava con la interinidad del juicio a Dilma- beneficia a la oposición y más concretamente a los pro-impeachment.

La segunda estrategia es el ataque judicial, que va desde fallos de jueces municipales (cuya postal es la conducción cinematográfica de Lula a un interrogatorio preliminar) en el que se salpica a integrantes del gobierno, evitando implicar a miembros de la oposición que estén procurando la salida de Dilma. Esta vía se conjuga con la mediática: enfatizar lo malsano de tirios y minimizar en invisibilizar lo de troyanos. Los primeros se llevan los titulares de apertura de la prensa, los segundos van en páginas interiores.

Finalmente, promoción y financiación de marchas, manifestaciones y demás muestras de descontento popular que legitime ese accionar político. Dos millones de personas ya marcharon contra el gobierno: manipulados o conscientes, ejercieron su derecho a protestar que no alcanza (si nos ceñimos apenas a las cifras) a los 55 millones de votos que reeligieron a Dilma para su segundo mandato. Como es apenas natural, la impopularidad no es ni debe ser causal de despidos de esa categoría: la verdadera encuesta siempre será la de las urnas.

Tres estrategias para derribar por la vía de la manipulación mediática, de las artimañas jurídicas y de la indignación parcializada, un gobierno al que puede acusársele de no ser el mejor, pero que ha demostrado (integrando las administraciones de Lula y el primer mandato Dilma) una vocación social que ninguno de sus antecesores implementó; al punto de que todavía hoy –con todo y la mala prensa de O Globo y Band- Lula sigue siendo considerado (según encuesta reciente de Datafolha) por la mayoría de los brasileros, el mejor presidente de la historia.

Contexto que ubica el impeachment como conspiración. Él es un golpe de Estado en la medida en que emplea recursos por fuera del ordenamiento constitucional para retirar de la jefatura de gobierno a la persona y partido que ganó legítimamente las elecciones. Es también un golpe a la democracia en la medida en que una minoría descontenta manipula el entorno (mediático, jurídico, económico, social) para reemplazar el gobierno según les guste y convenga.

¿Quiénes están detrás de este golpe? Todos los contendores políticos que ya perdieron cuatro elecciones presidenciales seguidas, en el lapso de 16 años; principalmente el Partido da Social Democracia Brasilera (PSDB) que tiene mayorías parlamentarias y que entregó el mandato a Lula en 2003 y desde ahí no logró volver al poder, siendo su última derrota, la reñida de los pasados comicios del 2014. La principal figura “tucana” –por el pájaro que ilustra al PSDB- es el expresidente Fernando Henrique Cardoso, que es la antítesis política de Lula y es anfitrión frecuente de reuniones de bancada, también presididas por su heredero político y ex candidato presidencial: Aécio Neves. Otros partidos históricos han sufrido la viudez del poder en estos tiempos de gobierno de izquierda, la cual han compensado entrando al gobierno federal (que tiene una burocracia gigantesca) o triunfando en comicios parlamentares, regionales y locales.

Pero una visión comprensiva de la actual situación brasilera no debe reducirse apenas a lo político: en el fondo la disputa no es estomacal (controlar la burocracia) sino estructural. Se trata de imponer un modelo económico y de gobierno por encima del otro. Los que intentan sacar a Dilma, no vacilan en lamentar que ella y su mentor no obedecieran a rajatabla el modelo neoliberal que campeó en América Latina después de la II Guerra Mundial. Le enrostran a las dos presidencias del Partido de los Trabajadores (PT) que hayan decidido ir –según ellos- por la senda del socialismo del siglo XXI, chavismo y otras especies que el discurso demagógico de la derecha exhibe en sus intervenciones.

Por eso la conspiración es más integral, al aglutinar empresarios, formadores de opinión, medios de comunicación y estamento político. El golpe se fragua a varias manos.

¿Por qué se animaron a la conspiración? Varios elementos permitieron ese entusiasmo que ya va en la Cámara de Diputados que si el domingo vota en su 75% por el SI a la destitución, separará a Dilma del cargo hasta por 180 días; mientras el Senado hace el juicio definitivo. Uno de ellos, determinante, es la crisis económica, un segundo es la magnificación mediática de la corrupción (que siempre la ha habido y que ahora sí resulta “gravísima”) y el tercero es la sospecha de la oposición de la intención de Lula de lanzarse nuevamente en la carrera por la presidencia. Ante ese temor, reaccionaron para sacar del camino no sólo a Dilma sino al carismático Lula.

Nada fácil se ve el camino para Dilma que tendrá que seguir luchando contra un demonio de mil cabezas; sin embargo las manifestaciones populares que la apoyan van en aumento y ya se sumaron connotados artistas e intelectuales. Veremos qué tanto de ese apoyo de las bases populares obran con presión para que los conspiradores reculen en su objetivo. Porque como van las cosas peligra no sólo un proyecto que le brindo esperanza a millones de personas y fue ejemplo político y de gobierno para la región y el mundo; sino también los cimientos de la propia democracia.