Así se presentó el respetable presidente de la compañía de head hunters a la que me remitieron con muy buena intención los padres del chat del colegio de mis hijos. A partir de ahí, la dinámica de nuestra conversación giró en torno a sus preferencias en las mujeres, su estado civil, y a cuánto calza mi marido –esto último también una pregunta del Doctor.

Para alivianar mi incomodidad apelé al humor, sonreí y seguramente crucé las piernas. Hacia el final de la conversación, el Doctor se percató de que sus insinuaciones no tenían eco, ajustó su saco y reacio a dejar ir su poder, procedió a dictarme una cátedra de cómo buscar trabajo en Bogotá y ¡cuidado! acerca de cómo no traicionar mis valores y a mi familia.

Salí de ahí sinceramente insultada, molesta, buscando en mí –óiganme bien: en mí- qué había propiciado aquella situación tan incómoda, el tono tan poco profesional, el acoso implícito, el traspaso. Llegué a mi casa, me miré al espejo buscando una trasparencia en mi blusa, haciendo una severa auditoría al contorno de mis pantalones, a mi pinta labios, y a la puntilla de mis tacones.

Nada, me dije, pero la alarma se me prendió y me trae a escribir hoy:

¡Me pasó a mí! A mí que me siento tan empoderada, tan llena de voz.

Me estaba culpando por la actitud abusiva y equivocada de un hombre que se sintió en una posición de poder y trató –sigue tratando no nos engañemos- de tomar provecho. En ningún momento el Doctor intentó tocarme, ni tampoco cruzó mi espacio personal, no fue necesario. Su provocación fue un traspaso porque no solo carecía de mi consenso, sino porque no paró a pesar de mi cortés negativa.

¿Debí ser más tajante? ¡Seguro! Pero el hecho de que yo no fuera más categórica no hace su proceder menos equivocado. Lo que sí ha hecho esta situación es llevarme a reflexionar sobre lo difícil que es reaccionar rotundamente a una agresión. ¿Por qué? No queremos pasar por histéricas, por alarmistas, nos da vergüenza y además, nos han dado una gran herramienta: nos han hecho maestras en sobrellevar con humor o levedad situaciones que agreden nuestra intimidad. Esto último de alguna manera nos enajena del problema. Pero mis queridas, el problema no es ajeno, es nuestro. Nos hiere, nos cala el autoestima y nos hace dudar, me pasó a mí. No lo podemos seguir permitiendo. Las agresiones implícitas requieren reacciones tajantes, de la misma manera que el traspaso de la intimidad física demanda acciones contundentes. Todas las agresiones requieren que alcemos la voz así sea en un grito histérico que nos libere y que siente precedentes.

Que el Doctor se sintiera libre de insinuárseme desde un principio, me deja la certeza de que no es la primera vez que lo hace, todas sabemos que mientras se lo sigamos permitiendo, tampoco será la última. No lo tomemos a la ligera, no le restemos importancia al abuso.

Dada la oportunidad, me permito decirle al doctor:

“¡Me importa un pito –y no el suyo- el que a usted le gusten las mujeres!”
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