El siguiente texto surge desde el impacto particular que Señorita María: La falda de la montaña generó en mí.
Encuentro en esta producción una particular insensibilidad así como poca capacidad crítica al momento de recrear, presentar y dar a conocer la vida de María Luisa. Al ser una producción que involucra de manera profunda a esta última -abriendo su vida a una cantidad enorme de espectadores-, es más que necesario detenerse sobre la manera en que su historia es presentada en el documental. Hay cierta incapacidad para reconocerla a ella y a su mundo en un sentido profundo y se establece a la fuerza un diálogo en el que los esfuerzos de María por reconciliarse con su proyecto de vida quedan opacados. Dicha esterilidad en el reconocimiento del otro, está anudada en este caso a los visos de sensacionalismo que abundan en la producción y sobre los cuales habría que cuestionar en qué medida están allí para potenciar el consumo masivo del documental.
Es perfectamente posible que la relación y el vínculo establecido entre el autor y María Luisa sean mucho más amplios y contengan alianzas, complicidades o disposiciones fraternas que escapan a la pantalla. Sin embargo y siguiendo la idea de que la obra artística está inscrita en un criterio político y que la misma contribuye al refuerzo o a la distorsión de una serie de estructuras de dominación y subordinación, planteo la lectura que viene a continuación.
#AlertaSpoilers
***
“Pero… ¿usted sabe que es muy poco probable que, digamos, Dios se vuelva cirujano y la cambie?”
Al incio, el espectador se encuentra inmerso en un viaje. Casi, podría decirse, se le hace transitar por la carretera, salir de su espacio urbano y llegar, a través de la pantalla, a la montaña. Comienza con una cámara recorriendo una carretera en las que paulatinamente van apareciendo paisajes cubiertos de verde. Pronto, algunos animales que están cruzando la vía confirman que ya no estamos en la ciudad. La carretera termina y la cámara comienza a transitar por un camino no pavimentado, por una trocha. Allí, ya en la montaña, encuentra a María Luisa.
La vemos por primera vez, de espaldas, caminando con las manos sobre las caderas y en falda. La seguimos viendo por un rato pero inquieta mucho cuánto tiempo tardamos en escuchar su voz. Esa cámara que la persigue la acompañará a su casa, incluso en la noche, y destacará su rostro, la tomará en su espacio “íntimo”. Todo esto en absoluto silencio ¿Acaso la cámara se quería hacer invisible, imperceptible? ¿Quería traer a la pantalla un momento “cotidiano”, de aquellos en que no hay un equipo de producción metido en tu propia casa? Este recurso de presentar escenas que supuestamente ocurren de manera indiferente a la cámara es más que repetitivo (vemos escenas de María Luisa cocinando, durmiendo, viendo televisión o trabajando. Todo esto como si no hubiera una mirada clavada sobre ella). La cámara va más allá y capta una escena que llama de inmediato la atención de los espectadores: María afeitándose. Algo que ella después describirá como parte de su esfuerzo por verse bonita, algo que ella tiene mucho cuidado de hacer antes de salir al pueblo o a ver a algún vecino.
Ya en este punto empiezan las preguntas frente al uso de la imagen ¿Habrá sido ella partícipe, de manera activa, en la decisión de que la graben afeitándose y poniéndose polvos? ¿Habría preferido ella que ese crecimiento de barba no fuera visto por todos en un documental teniendo en cuenta que ella siempre procuraba aparecer sin barba ante los demás? No hay respuesta para estos interrogantes. Sin embargo, es lo que viene a continuación lo que sentará una posición en las preguntas que realiza el director cuando por fin escuchamos la voz de María.
Pero antes de pasar allí, invito al lector a hacer un pequeño ejercicio. Póngase en el lugar de un varón, llamado “cisgénero” en el harto y categorizante mundo “ilustrado” urbano. Usted usa jeans, pantalones de pana, de gamuza, de lino, etc., pero supongamos que siempre usa pantalón. Lo usa para ir al trabajo, lo usa para salir con amigos, para ver a sus familiares. Todos lo ven así, día tras día. De esta manera y no habiéndolo visto nunca nadie usando una falda, ¿qué pensaría usted de que le preguntaran, un día, si le incomoda usar falda? Es más, ¿qué tan probable es que alguien le pregunte esto? La probabilidad sería más que escasa, porque el código de vestuario que cumple concuerda con una identidad sexual construida por usted día tras día, que además, para su suerte, fue validada al nacer por un sistema médico —y una comunidad que lo acredita— que vio sus genitales y marcó “hombre” en el registro civil, por una escuela que pensaba que el uniforme adecuado para usted debía tener pantalón, y en fin, una serie de afortunadas concordancias que nunca le cuestionaron. Considérese entonces que cuenta con un privilegio, porque no todas las personas corren con la misma suerte. María, por ejemplo, no cuenta con esta suerte en la película.
Una afirmación es realizada por la voz detrás de la cámara, que nunca da la cara en la pantalla, que se mantiene siempre ininteligible al espectador: “Me han dicho que a usted le molesta trabajar en pantalón”. Pese a que la película muestra a María lucir con una bellísima naturalidad sus faldas, dicha obviedad resulta ser la primera frase articulada que aparece en la película. ¿Por qué hacer la pregunta? ¿Por qué, tras mostrar a María afeitándose se interroga su manera de vestir? Es necesario para el hilo argumentativo de la producción traer el fantasma de la masculinidad que se le imputa al pasado de María y ponerlo sobre un más que evidente despliegue de lo que construye como feminidad. Su realidad de mujer es por primera vez opacada.
La situación avanza, después de una fuerte réplica de María, pero no se detiene el despliegue de esta masculinidad traída a colación por el director y nunca por María. “¿Qué siente de haber nacido en el cuerpo de un niño?”, “Pero… ¿usted sabe que es muy poco probable que, digamos, Dios se vuelva cirujano y la cambie?” son dos preguntas que le hace a María y que sientan con claridad dos creencias que las atraviesan: María Luisa nació hombre y sólo será mujer si es intervenida quirúrgicamente, si la “vuelven” mujer.
La creencia que sostienen estas preguntas deslegitiman la posibilidad que tenemos, cada cual, de dar sentido a nuestras vidas como un proyecto en el cual construimos maneras de nombrarnos y vivir. Mientras María señala de manera evidente que ser mujer es el producto de su persistencia y de la capacidad de decisión y agencia sobre su propio destino, para el productor esto se reduce a la genitalidad. Todo un mundo de significados y experiencias sobre el hecho de ser mujer, establecido en medio del dolor causado por el rechazo, se ve enfrentado a un pedante concepto “biológico” sobre el sexo anatómico. La negligencia a escuchar las palabras de María, por parte del productor es evidente en cuanto, pese a que María insiste una y otra vez en negar estas creencias, en afirmarse a sí misma como mujer, él no dejará de hacerlas funcionar.
Dichas preguntas, sin embargo, se enfrentan al escaso interés de María de responderlas en detalle y sus tajantes y secas respuestas, señalando cosas que serían obvias para cualquier persona dispuesta a ver a María en su realidad. En algunos otros momentos, estas preguntas se convertirán en afirmaciones durante la película, incluso cuando ya se ha presentado a María respondiéndolas de manera negativa, llamándose a sí misma mujer, desde su infancia.
“¿Entonces su mamá no le decía a nadie que usted era un niño?”
Tras acabar con esta primera estocada, que en mi opinión es la más contundente de toda la película, el argumento se desarrollará a continuación con la cámara acompañando a María en su encuentro usual con algunos vecinos y conocidos a quienes ella ayuda con labores de campo tales como ordeño, cocina, siembra o cosecha. La cámara graba el desayuno y la tertulia de María con una de sus vecinas. Es extraño, pues lo hace desde afuera de la cocina y vemos lo que la puerta abierta de la misma permite, de nuevo en un modo de producción que pretende hacer como si no hubiera nadie detrás grabando, siendo percibido por la mujer que le sirve el chocolate a María. Uno se pregunta si la usual generosidad con la que en el campo se recibe a quien llega de visita, que usualmente tiene un café de por medio, fue considerada en contra del guión o simplemente no existió. Me inclino por la primera. Pero, en fin, seguiremos recorriendo tal “cotidianidad” en la vereda hasta el punto en que los vecinos aparezcan de frente a la cámara, de nuevo con el entrevistador detrás de ella, respondiendo preguntas sobre su relación con María Luisa.
Estas declaraciones resultan muy particulares, porque se encuentran en la intersección de que la preocupación del director por “cuando [María] era niña o niño”, las expresas complicidades, alianzas y amistades que con ella han tejido y las evidentes tensiones y rechazos que expresan. Pero además juegan un papel clave en el comienzo del segundo recurso recurrente de la película: la búsqueda de la “objetividad” respecto al pasado de María.
En varios momentos, a María se le preguntará por su infancia y sobre ese “niño” que fue. Ella será enfática la mayoría de las veces en decir que siempre fue una niña. Dice, con un agotamiento evidente en su tono, que desde que recuerda fue tratada como tal, que ella desde muy chiquita usa faldas, tiene trenzas, etc. Pero la repetición inacabable de la pregunta la lleva en un momento a decir otra cosa, a hablar del colegio y de que fue sólo después del poco tiempo que duró allí que “echó” a usar sus faldas. Inevitablemente, la película pone en tensión la “veracidad” del pasado, cuestiona la biografía de María. Por eso resulta tan importante el que se hayan preguntado en esta parte a los vecinos sobre su pasado, pues desde este momento se introducirá el recurso de contrastar las respuestas de María con las de otras fuentes, respecto a la misma información. Desde allí se desplegará una intención de reconstruir de manera “objetiva” una historia de vida, pese a su protagonista y sus deseos. De hecho, el punto de partida que es la voz acorralada de María, será siempre alterado y modificado por las voces de otras personas que además son emitidas en su mayoría sin que María esté presente en el cuadro, sin que pueda interpelarlas.
María, como constructora activa de su feminidad y de su vida en general deja de ser el centro de la producción, incluso pese a que la película lleva su nombre. Esta dirección es particularmente importante para pensar la producción, pues es necesario tener claro que la misma prescinde de la opción de explorar las razones por las que María insiste, en el presente, en pensar su pasado y significarlo dentro de su feminidad. Ignora la fuerza y contundencia que tiene la lucha de María y el daño que genera a una identidad tan peleada la constante insistencia en un pasado que sólo puede ser llamado masculino en términos de las nociones biomédicas de la genitalidad. La producción opta entonces por hurgar en lugares que incluso deja ver que son indeseables para María. Apuesta por reconstruir un trasegar en que una aparente “verdad” de los “hechos” prima sobre una vida que está siendo vivida con valentía y seguridad.
Aun pese a este recurso, a través de las declaraciones se sus vecinos, conocemos un poco a María Luisa. Nos enteramos sobre su carácter, sobre su soledad, sobre sus amores, sobre su verraquera para trabajar.
“Usted debe saber que dicen que sus papás biológicos tenían un vínculo, que eran hermanos”
De manera paralela a esta reconstrucción “objetiva” del pasado de María Luisa en torno a su identidad sexual, más adelante se comenzará a desarrollar un intento por reconstruir su vida familiar y la condición médica, ambas imbricadas en temas altamente sensibles en el contexto: el incesto y las convulsiones. Para llegar aquí habrá que dejar de lado una parte de la película que retomaré un poco más adelante, por contar con la fortuna de aportar a María Luisa haciendo despliegue de su mundo a través de la exposición de su relación con la religión.
Esta intención aparece tras mostrar a María recorriendo la escuela en la que estudió durante algunos años antes de ser retirada. María cuenta allí que la mujer que la crió la sacó al poco tiempo de haber comenzado ésta a ir a la escuela. Tanto aquí, como en el recorrido de María Luisa por el cementerio del pueblo, la argumentación de la película sembrará la sensación en el espectador de que algo no encaja, de que hay una relación tensa entre María Luisa y su cuidadora, que será resuelta acudiendo al ya mencionado recurso de que sean otros quienes reconstruyan ese vacío, y no la misma María Luisa. Una vez más y por insistente que parezca, cabe señalar que las preguntas en torno al pasado familiar de María Luisa eran respondidas con evidente desinterés por parte de la misma, pero la centralidad en el argumento de la película insiste.
Tras acudir a varias personas de Boavita, el esquema que se puede reconstruir es el siguiente, por lo menos desde sus versiones (que incluso una de las mismas narradoras reconoce que no puede afirmar con total certeza): María Luisa es hija de una pareja de hermanos, habiendo sido concebida en Bogotá y traída al pueblo de regreso, quien la dejó con su abuela y se fue sin volver nunca más. Esta última la habría criado con recelo de que se expusiera al público y la habría mantenido alejada de muchas personas por mucho tiempo. Toda esta información recibe un buen tiempo de desarrollo. Una vez “revelada” esta información (de la cuál no se presenta ningún tipo de versión sólida y contundente) las preguntas de la voz intermitente del productor insistirán en embarcar a María en un una introspección forzada sobre su parentela. Pregunta tras pregunta y ante una evidente incomodidad de María al hablar del tema, se intenta hacer salir la “verdad” a la luz. Cada puntada arrincona a María, frente a la cámara por supuesto, para llevarla al punto de quiebre en que termina llorando desolada y sus palabras de dolor siguen sonando mientras la cámara toma un paisaje de las montañas ¡Cuánta audiencia atraerá esta imagen! ¡Qué uso tan conveniente del dolor (despertado por el mismo arrinconamiento del productor) para esta “hermosa” escena!
Posterior a esta indagación sobre la familia, se presenta una indagación en torno a unos episodios extraños en la vida de María. Para introducirlos, se presenta la voz de una de las mujeres más ancianas que aparecen en la película quien dice que María Luisa tenía un demonio adentro que la hacía realizar extraños movimientos durante su juventud de manera recurrente. Tras dar ella una explicación religiosa de estos eventos, vemos una escena en que por primera vez aquel camarógrafo siempre oculto nos da un indicio de que estaba efectivamente detrás de la cámara: María Luisa se desmaya en el campo y este observador rompe su silencio para acercarse durante unos segundos a ella corriendo. Este tema cerrará con María saliendo del centro de atención médica y una voz siguiéndola de regreso a la vereda que señala que estos aparentes episodios de posesión demoniaca son episodios epilépticos no tratados. Esta situación tensa entre la condición de salud de María, la explicación religiosa de la vecina y el veredicto de la doctora adolece de posición por parte del realizador. Y es sumamente importante en el contexto de acogida de la película, en una ciudad como Bogotá en la que las nociones de modernidad están tan interiorizadas que un juicio culpabilizante puede ser fácilmente imputado por quien consume la película sentando como base que la superstición y el fanatismo producen dichos comportamientos, sin poner sobre la mesa una situación estructural del país de incapacidad de cobertura médica en las zonas rurales y la precaria sensibilización de las campañas de promoción de la salud en contextos tan diversos.
“Yo creo en mi Diosito lindo, él es el que le da a uno el valor de hacer sus cosas”
En medio de los elementos ya señalados, cabe destacar que la misma producción vehicula un contenido bellísimo introducido por la misma María Luisa cuando habla con más soltura, es decir, respecto a temas que con claridad deja ver que tiene mucho por decir. Por fortuna, aun cuando los mismos deban cohabitar en el argumento con lo mencionado anteriormente, no se logran opacar del todo e impregnan al espectador con un poco de la increíblemente valiente apuesta de María Luisa para darse sentido y valor.
Ser mujer, en todo lo que deja ver María Luisa frente a la cámara, circula por instancias mucho más complejas que su genitalidad de nacimiento. Circula por el valor que su vida le ha dado a la experiencia sagrada, a la figura de la Virgen, de Dios y de la maternidad, entre otras. Vemos desde el comienzo la imponencia de las figuras de Cristo y la Virgen María en el pueblo. María asiste a la iglesia de la plaza principal, de nuevo perseguida por su observador que quiere pasar por imperceptible. Sin embargo, allí la imagen condensa una serie de elementos que nos hablan de la mujer que es María y de su relación activa con las figuras religiosas de las que es devota.
“Yo creo en mi Diosito lindo, él es el que le da a uno el valor de hacer sus cosas. Él se siente alegre porque a él nunca lo ofendo. Vengo a la Santa Misa (…) Lo recibo en mi cuerpo y me siento como si me alzara por en medio de la gente con esa alegría”.
Casi reaccionaria, María Luisa se había alterado ante la pregunta de por qué no le gusta usar pantalón que habíamos mencionado. «¡Pero cómo! La Santísima Virgen nunca usó pantalón. A veces me pongo el pantalón por necesidad, pero el pantalón lo odio. Pero mi vestuario este es una alegría para mí», dice casi como señalando una obviedad. Y para ella resulta tan obvio porque ha tejido toda una posibilidad de ser ella misma sobre las figuras a las que no puede evadir en su contexto. En la pureza que asigna a la Virgen y su imagen con falda encuentra ese sentido de “ser mujer”, una “mujer seria”, una mujer de “cuerpo bonito”, con el triunfante largo de su cabello que cepilla con cariño y al que le hace esas trenzas “retelindas”. Todo un despliegue de feminidad que no depende de los pechos de silicona, del maquillaje, de los tacones, de la ropa de diseñador, de los labios carnosos y de la estética del reinado. ¡Esperanza pura para much*s! Feminidad además experimentada desde niña, porque fue niña, porque ella afirma haberlo sido. Al mismo tiempo, habita sin ingenuidad en el mundo que la rodea, encontrando en Dios una fuerza de ser esta virgen María que ella personifica, encontrando empuje, aliento, coraje y ánimo constante ante la crueldad de las burlas, los chismes, el susurro y demás.
Hay un triunfo de María Luisa que es inminente y que ella nos quiere presentar. Se apropió del mundo de tal manera que entabló una reconciliación con su manera de habitarlo. Este logro se opaca cada tanto ante el argumento de la película por temáticas para nada pertinentes como lo son la indagación por la familia “biológica” o por sus “rencores” hacia ellos, con una intención muy cuestionable de hacerla quebrar ante la cámara, estrategia bastante favorable para la conmoción del espectador y su consumo y aprobación masiva.
De la montaña a la ciudad que todo se traga
Hace algunos años tuve la oportunidad de conocer a una mujer, también de Boyacá, que al igual que María Luisa había luchado constantemente por afirmarse como tal. Una mujer que compuso su vida más allá de las limitaciones de un diagnóstico médico que la rotuló como “intersexual”, para la que usar falda, tener su larga trenza y trabajar la hacia plenamente mujer. Su vida, tan desconcertante, emocionante, sorprendente y desafiante como la de María Luisa comenzó a ser progresivamente maltratada y simplificada una vez que decidió abrirse a hablar con estas fábricas de amarillismo llamadas escuela, universidad, prensa, grupos de investigación y demás. Aquella mujer se vio rodeada, por años de estudiantes, contratistas y periodistas mediocres que querían ver sus fotos de “niño”, que querían escribir una nota sensacionalista sobre su sufrimiento y exponer una tragedia que les diera una buena nota en alguna clase. Nunca volverían a verla, nunca harían nada por su proyecto y por supuesto, narrarían la historia a su manera. Agotamiento, cierre de posibilidades y pérdida de esperanza fueron los resultados.
Entre varios efectos de esta índole, empiezan a destacarse en los medios de comunicación varias entrevistas realizadas a María Luisa. Tal vez la más ejemplar, por su alcance mediático fue la realizada por Victoria Eugenia Dávila en la W Radio en la semana en que se estaba promocionando el lanzamiento del documental. Esta entrevista sigue el modelo temático de la película para indagar sobre los rencores familiares, la vida sexual, el pasado traumático. Lo hace destacando cada tanto, en la voz de la entrevistadora, la genitalidad de nacimiento de María Luisa, de nuevo para evocar un pasado masculino. Incluso, con total ingenuidad, la entrevistadora hace afirmaciones con categorías que no se ha detenido a preguntarse si tienen algún tipo de validez, importancia o sentido en la construcción que María Luisa realizó de sí misma en el campo: dice que es una mujer de sexualidad distinta a la heterosexual, que es una mujer transgénero (cabe recordar que todas estas categorías tienen su origen en el mismo discurso médico que hace énfasis en que la identidad se centra en la genitalidad y apoya el diagnóstico de “disforia de género”).
Este uso por supuesto conduce a María a no saber qué responder e incluso a pedirle aclaración a la entrevistadora. Mismo dejo de insensibilidad e incompetencia de la revista Shock que titula su entrevista a María Luisa “Señorita María, el retrato profundo de una transgénero en el documental de Rubén Mendoza”.
El acoplamiento de esta tendencia a imponer modelos de categorización sobre vidas ajenas y la falta de disposición de escuchar a las personas se convierte además en un estandarte del actuar políticamente correcto y de una supuesta apertura. De manera extendida, términos como “población LGBTI”, “sexo/género”, “orientación sexual”. “transgénero”, “homofobia” se convierten en una cantinela que se apropia a manera de manual sin darles el lugar concreto en el que surgieron y la pertinencia que tuvieron al ser propuestos. Se pierde la capacidad para entender que al decirle a una persona que nació niño o que es transgénero, sin que esta persona le dé sentido en su vida a esas afirmaciones, lo que se está haciendo es decirle quién es, pasando sobre su propio esfuerzo por nombrarse y entenderse.
La riqueza de la vida de María Luisa no corresponde con aquello que la película pretende obtener de ella y al tiempo puede ser el comienzo de un camino similar al que tuvo que transitar aquella mujer de Boyacá. María Luisa, al igual que todas las personas que luchan en esta tremenda soledad por persistir en su manera de habitar el mundo sin apoyarse en discursos que cada vez nos monopolizan más, merece lucir su esplendor y ser mostrada en el potencial enorme que nos ofrece para conocer la infinidad de maneras de darnos sentido. María Luisa no merece soportar un médico que valore su infancia por sus genitales, un psicoanalista que quiera hurgar en sus “sentimientos edípicos” y su posible represión, un comunicador sensacionalista que la haga víctima.