El corazón se nos rompe, por primera vez, justo al salir del vientre. Al nacer experimentamos nuestra primera decepción amorosa. A lo mejor porque la relación más perfecta que jamás tendremos acaba de terminar: la relación con nuestra madre. En el vientre, tenemos todas las comodidades habidas y por haber: el clima es perfecto, el espacio es el ideal, la comida es, quizás, muy saludable y llega en el momento exacto, nos damos vida el uno al otro. Pero de repente, y en cuestión de segundos, todo cambia. El aire es distinto, se torna frío, hay dolor, sentimos hambre y debemos llorar para saciarla. A eso, sumémosle todos los miedos, prejuicios, comportamientos e inseguridades que desde nuestros padres debemos compartir. Y a la vez, ellos de sus padres. Esta cadena, en parte, responde quizás a un tema generacional, y en estos últimos años ha comenzado lo que quise nombrar la generación del desamor. No hablaremos de millennials ni de baby boomers. Esta generación desconoce esos conceptos; es universal.

Como bien sabemos, los cambios en la era tecnológica han traído consigo una serie de pautas que inciden y rigen nuestro comportamiento y por supuesto, nuestra actitud frente a la vida. Y a lo largo de ese tiempo hemos visto cómo algunos conceptos que hemos aprendido con el pasar de los años se han permeado por todos estos cambios. ¿Qué tal si hablamos de la amistad? La amistad, como la percibo ahora, es una cuestión relámpago, los amigos nacen de la nada y está bien ser condescendiente para conseguirlos, son muy importantes y casi que parecen inducidos y obligados por un ente controlador. Nos hemos inventado, por ejemplo, una cosa que se llama los amigos de rumba. Que en otras palabras serían: personas con las cuales nos comunicamos en momentos de soledad, abandono o aburrimiento para que brinden su compañía, influenciados y respaldados por el alcohol, elemento que les hace vernos como seres humanos valiosos, pero que al terminar su efecto se produce un retroceso mental y volvemos a ser los mismos desconocidos del día anterior. Ahora, las rumbas. Dios, las rumbas. Aquí debo decir -y le pido al cielo que alguien esté de acuerdo- que han mutado a ser en extremo pretenciosas y su objetivo principal se convirtió en permitirnos una especie de exhibición continua para poder así recibir alguna clase de aprobación que ni nosotros mismos entendemos.

Por otro lado, los encuentros virtuales han tomado más valor que los presenciales. Aclaro: no estoy diciendo que lo virtual no sea real, porque sí pienso que lo es. Un elemento clave para definir la virtualidad son los likes. Aclamados y benditos sean los likes. Qué sensación tan reconfortante y reparadora cuando, como por arte de magia, recibimos muchos likes en nuestras fotos, porque solo así generamos, tal vez consciente, o tal vez inconscientemente, felicidad y aceptación en nuestros corazones azotados por la vida.

Y ni hablar de un sinnúmero de plataformas y aplicaciones muy novedosas que nos facilitan cualquier proceso humano y nos conducen lentamente a la perdición. Por nombrar algunas, Tinder y Happn, estas dos maravillas que venden la idea de potenciar y facilitar nuestras relaciones interpersonales. Hablemos nada más de Happn, la otra ya está bastante desnaturalizada (si es que puedo usar ese adjetivo para definirla). Su concepto me produce escalofríos. La idea de esta maravillosa plataforma de relacionamiento es encontrar en el mundo digital -redes sociales- a quien te has cruzado en el camino de repente mientras ibas al trabajo. ¡Qué más maravilloso que esto! Qué reconfortante se siente estar en búsqueda de aquella persona guapa que nos guiñó el ojo en la buseta. Y en el proceso, desvalorizamos cualquier tipo de interacción personal, cara a cara o en vivo, si lo queremos llamar así.

Pensemos también en la página curioscat.me que funciona con Twitter. En esta divinidad cualquier persona bajo un seudónimo nos puede preguntar lo que quiera, más que nada temas muy personales, para que nosotros contestemos con gran fascinación. Pero no todo termina ahí, ¡nosotros podemos preguntar de vuelta! Y eso sí, nunca nos vemos las caras ni sabemos quiénes somos. ¡Perfecto!

Todo tan es automático que da miedo. Incluso el sexo es automático. ¿El sexo? Ajá. Una experiencia fantástica de entrever a una persona desnuda en alma y cuerpo. Ahora lo conseguimos a la vuelta de la esquina. Qué gracia tiene. Todo se torna repentino, contaminante, tóxico.

La privacidad no se consigue. Se nos ha vuelto costumbre compartir lo que hacemos, nos mordemos la lengua si se han acabado los datos y nadie podrá ver esa foto que tomamos en las bellas playas de Aruba. Pierde valor una experiencia si la desconoce el resto. Y entre más, mejor. Así que mantenemos nuestro círculo repleto de personas que no conocemos, quienes cumplen a cabalidad su papel de observadores. Observadores de la vida perfecta que hemos decidido vender.

Hablamos por hablar. Hemos perdido el interés y el sentido de pertenencia. El país nos quedó grande y por poco solo conocemos los colores de la bandera y los días que juega nuestra amada selección. Nuestra mente siempre está afuera, comparando y confrontando lo propio. No nos creemos el cuento, no sabemos lo que tenemos ni lo que podríamos tener.

Somos mojigatos. Nos exhibimos, tanto en cuerpo y alma, perfectos, sin errores, políticamente correctos. Predicamos y no aplicamos. Hemos perdido el respeto por el ser humano, jugamos a la deconstrucción. Perdimos también el culto al cuerpo, la importancia del mismo no recae en convertirlo en templo, sino en hogar de paso. Y sentimos orgullo de aquello. Creemos que la realización es ponerse perfume y una camisa bonita por la mañana. Y sí, pero también requiere dignificación. Los valores sucumben ante el morbo. Cada vez somos más irracionales. Comida, sueño y sexo. Ah, y por supuesto datos. Esos que no nos falten.

Nada permanece ni subsiste. Tres meses son dos años, y vamos con esa premisa y pecho hinchado por la vida. La tolerancia y el respeto no nos sacian, y es que no son valores de colegio, en entenderlos así está el error. Engañamos y mentimos, a todos y a nosotros. No hemos entendido que el sexo se limpia, la consciencia difícilmente lo hace. Se nos ha olvidado que la tierra es redonda, que gira y que en algún momento nos tumba. Pero no, nos creemos inmensos, más grandes que la tierra misma, y peor aún, pensamos que está en deuda con nosotros.

Sin embargo, y a pesar de todo esto, buscamos con desesperación enamorarnos. ¿Será que el amor que tanto tratamos con zozobra es en realidad lo que en últimas necesitamos? Pero da igual, porque no nos alcanza, nos mostramos tercos y cerriles, inalcanzables, no guardamos un espacio para ser vulnerables, para caer, para ser débil por un momento. Querida generación del desamor, la vulnerabilidad es atractiva. Ser humano es atractivo.

No voy a decir que todo tiempo pasado fue mejor, pero qué pena, cuando la evolución tendría que ser una cosa diaria, y por qué no, estrictamente cotidiana, pareciera que hay un retroceso. El futuro nos está tragando. Y de paso también al presente.

Ahora sí, al que le caiga el guante…