La escena de una mujer de unos 65 años corriendo de puesto en puesto mientras se agarraba la cabeza y miraba desesperada a todos lados me impactó durante un viaje en TransMilenio. El motivo de la incomodidad era un cantante que se subió con unos parlantes y empezó a cantar a grito herido, mientras hacía sonar a todo volumen una pista de fondo.

No sé si la señora iba con dolor de cabeza, enferma, o simplemente quería viajar con los ojos cerrados mientras llegaba a su destino. Lo cierto es que cuando el ruido ensordecedor se tomó los vagones del bus, ella intentó alejarse desesperada del cantante, que arrancó su actuación con la consabida y mil veces repetida frase: ‘espero no incomodar a nadie’ que pronuncian todos los que se suben a TransMilenio a vender, cantar o pedir.

La señora reclamaba su derecho a viajar tranquila, sin que el ruido ensordecedor que producía el cantante le afectara los oídos y la tranquilidad. El desespero fue tal que no soportó y se bajó en la siguiente estación en la que paró el bus. Lucía agobiada y maltratada. Me temo que fracasó en su intento de buscar un viaje en silencio y sin perturbaciones.

Lo sé, porque últimamente he utilizado los buses articulados que prestan servicio en las troncales Décima, Caracas y Américas y el ejército de cantantes, indigentes, mendigos y vendedores es apabullante. El tema ha empeorado de tal manera que los limosneros se cruzan y se disputan las monedas que muchos pasajeros dan, creyéndose buenos samaritanos, cuando lo que hacen es deteriorar el servicio.

En un recorrido de media hora tuve que soportar la perorata de siete limosneros de los buses, además de los habitantes de calle que se subieron a las estaciones mientras las puertas estaban abiertas debido a la labor de cargue y descargue de pasajeros.

No es un problema aislado ni ocasional. Es todos los días, a todas las horas. En todos los buses. Hace rato dejé de creer en el ‘carretazo’ del desplazado recién llegado a Bogotá de Apartadó o del Chocó. Tampoco creo que los supuestos recién salidos de la cárcel o del hospital. Y menos en los lisiados.

El otro día, a uno que iba en muletas se le olvidó que estaba interpretando el papel de inválido y sin darse cuenta empezó a cargar las muletas, cuando se supone que estas debían soportar el peso de su cuerpo. El descarado ni se inmutó.

El lunes de pascua me encontré con un supuesto desplazado de Apartadó que tenía a sus hijos sin comer, y con el solo cambio de vagón, olvidó el discurso y contó que era obrero de la construcción sin trabajo.

En la víspera de Navidad se subió un habitante de calle, con los ojos extraviados, no sé si por la borrachera o por la droga, casi ni se podía tener en pie. Los labios le pesaban cuando intentaba hablar y las palabras ni se le entendían.

Se le dio por cantar y contar que había estudiado en un conservatorio. Invocó la Navidad para lograr conmiseración y lo logró, muchos pasajeros le dieron monedas. Al final, no se bajó, sino que preguntó si alguien tenía un poco de agua: la resaca lo tenía desesperado.

No sé por qué TransMilenio permite que esta situación empeore con los días. No sé por qué no toman medidas. Ojalá que en el 2017 entiendan que los pasajeros del sistema son sus clientes, y que les deben una mínima consideración y respeto.

Estoy tan desesperada como la señora que se bajó del bus porque no soportó el ruido, y no quiero más discursos, más promesas, ni más carrera de la Alcaldía. Quiero viajar tranquila en el sistema. Ni siquiera reclamo ir sentada. Solo quiero viajar sin sobresaltos. Quiero un sistema de transporte digno para el 2017.

Twitter: @YolandaGomezT