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No es un tema de percepción. La delincuencia está desbordada, mientras los ciudadanos cada vez son menos solidarios. Hay miedo, mucho miedo, y odio.

En menos de dos meses he sido víctima y testigo de hurtos. El primero, ocurrido en febrero, en la carrera octava con calle 39, donde en minutos, dos motoladrones arrastraron a una mujer para llevarse su bolso; el segundo fue la semana antes de Semana Santa, del que fui víctima, y el tercero, a escasos metros de donde vivo.

En el episodio de hace un par de semanas, dos ladrones armaron una escalera humana en la vía aprovechando los trancones. Me raparon el celular, justo cuando iba hacia mi casa en TransMilenio, sobre las 7 de la noche.

Pero algo peor pasó al día siguiente, el martes 28 de marzo, cuando frente a uno de los conjuntos residenciales del barrio Ciudadela Colsubsidio, en el noroccidente de Bogotá, tres personas encañonaron a un conductor de plataformas. Le dijeron que lo matarían si no corría hacia el humedal o si se atrevía a mirarlos. Le robaron tres celulares, dinero en efectivo y el vehículo sin seguro.

Por supuesto que la inseguridad está desbordada, alcaldesa Claudia López; por supuesto que no es percepción; por supuesto que la mala iluminación, la falta de acciones contundentes de la Policía y del Distrito en varias zonas de la capital y las decenas de obras que tienen a Bogotá sumida en la oscuridad y el caos influyen.

Pero hay algo que llama la atención: en los tres casos muy pocas personas quisieron ayudar. La razón, más que obvia, es el miedo. Hay miedo a ser solidarios porque esa solidaridad puede costar la vida.

Ese primer día que vi de frente cómo agredieron a la mujer que caminaba sola las 9 p.m. –porque nadie me lo contó, lo que indica que no es un simple voz a voz-, ninguna de las personas que estaba cerca al hecho la auxilió, salvo yo. No porque sea una heroína, sino porque en el pasado tuve que vivir la misma desolación y angustia por culpa de los ladrones. Ni palabras de aliento recibió por parte de vigilantes y otros transeúntes que a esa hora salían de sus trabajos y la vieron tirada en el suelo.

En mi caso, en cambio, debo decir que varias personas preguntaron cómo estaba –en shock, la verdad- y una señora me colaboró con su celular para avisar lo ocurrido. No obstante, en solo minutos, muchos de los que se movilizaban en ese mismo articulado comenzaron a contar historias de hurtos y homicidios en medio de robos, lo que refleja muy bien la grave ola de violencia que se vive en esta ciudad.

Y en el tercer caso, el del conductor angustiado, solo recibió atención de una persona que contribuyó a llamar a la Policía y a prestarle su equipo móvil para comunicarse con su pareja.
Lástima. El miedo no puede nublar la empatía. Como ciudadanos tenemos la valiosa tarea de apoyar a otros cuando han sido violentados. Convertirse en una verdadera red de apoyo contribuirá a no sentirse solo y a poder recibir una guía en momentos tan difíciles.

No queda más que seguir esperando a ver si algún día se nos hace el milagro de tener una ciudad segura. Es claro que durante esta administración ya no fue.

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