Un día ESPECIAL… ese que lo hace un ESCRITOR desde su MENSAJE-APORTE en forma elegida por ESTE…HOY es el DUEÑO de nuestros CUENTOS de la BUENA PIPA, el interesantísimo MULTIFACÉTICO, JORGE “LITO” ZANARDI que NOS deja en este CUENTO…
”La maratón de Héctor…By L.Z
Cuando a Héctor se le metió en la cabeza la idea de construir un televisor para ver la llegada del hombre a la Luna no le dimos mucha importancia. Cada tanto la gente del barrio declaraba cosas descabelladas e inoportunas. Sin embargo, creo que a todos nos gustó verlo llegar a la Luna. Al hombre, no a Héctor, claro.
Siempre me conmovieron las maratones. Pero no las olímpicas, en donde compiten corredores que se pasan la vida pendientes de un cronómetro al que persiguen como un anzuelo para comprobar su rapidez, sino esas otras más modestas en donde los participantes sólo esperan completarla, horas más, horas menos. Saben que nunca serán atletas y mucho menos disfrutarán de la gloria florida de algún podio, pero sin embargo allí están, intentando llegar aunque sea en el último pelotón. Se entiende que esas competencias son, sobre todo, una carrera contra uno mismo para alcanzar el propio límite y vencer a un enemigo imaginario que sin embargo impone fatiga y dolor bastante reales. Cuando veo a esos tipos que obstinadamente siguen adelante mientras la gente los alienta y cada tanto les alcanza una botella de agua, pienso en Héctor. Claro que la carrera de Héctor no fue en una pista ni en una colección de calles. Fue algo más personal, si se quiere más intelectual, aunque creo que detestaría que aquella disputa contra el tiempo fuera calificada de ese modo pretencioso. Se trataba, ahora lo sé, de vencer a un enemigo sutil que se le coló en cierto momento como una lagaña en el ojo que, según los días, fue creciendo hasta alcanzar el tamaño de una piedra de arena dorada. Sé que fue, para él, un querido enemigo.
Cuando nos visitan, esos enemigos imaginarios que nos invitan al desafío se comportan como un intruso. Uno se encuentra como inerme frente a ellos, tal vez porque nos conocen demasiado o, más probablemente, porque se acomodan en el hueco justo donde encaja una obsesión. Las obsesiones, justamente por serlo, van cobrando una dimensión que se agranda hasta tal punto que consiguen ocupar primero las horas muertas, luego las que no lo son tanto y, finalmente, advertimos que llegaron para quedarse y el único modo de sacárselas de encima es resolviéndolas. No siempre una obsesión es perjudicial. Algunas terminan por cambiarnos la vida y eso no necesariamente es malo. A veces consiguen empujarnos fuera del pozo negro de los días que se reproducen como la línea de producción en serie de un taller metalúrgico.
Eran los finales de los años sesenta. Héctor trabajaba en La Volcán, una fábrica de cocinas, estufas y calefones cuyo edificio, brotado de huecos negros como cuencos, persiste todavía en el fondo de la avenida Cobo antes de llegar al codo de Curapaligüe.
Y se le decía así, La Volcán, porque no era necesaria ninguna palabra más para identificarla y porque, para las minúsculas jerarquías de ese barrio humilde parapetado en la frontera con Pompeya, la compañía gozaba de cierto prestigio popular porque muchas familias vivían de ella. Desde allí, Héctor caminaba algunas cuadras hasta llegar a Viel, donde alquilaba un departamento modesto en el fondo de un antiguo conventillo subdividido, de esos que ahora se conocen como propiedad horizontal. Nadie supo cómo se le ocurrió aprender a arreglar televisores. Tal vez haya sido por uno de esos avisos que salían en el Patoruzú, que promovían carreras cortas con lemas del estilo “Cambie su vida. Sea técnico en tres meses”, y que venían con un cupón para recortar y enviar por correo. Sé que por un tiempo le rondó en la cabeza la idea y lo comentó con alguno de los muchachones del barrio que fue quien propagó la noticia. “El pelado Héctor se volvió loco. Dice que va a aprender electrónica y se va a llenar de guita. Para mí que se le piantó un tornillo.” Lo cierto es que un día lo vimos llegar, muy serio, con algunos libros bajo el brazo. Dejó, entonces, de salir a tomar el fresco y los domingos se notaba su ausencia en el puesto de back en los picados que se armaban en el barrio a la hora de la siesta. Cuando lo iban a buscar, su mujer contestaba que estaba estudiando. A más de uno le causaba gracia que Héctor, que ya había pasado largamente los cuarenta años, se dedicara a estudiar algo que no fuera la Palermo Rosa del hipódromo, cosa en la que sí se especializaban ciertos personajes del barrio, pero creo que todos guardábamos un silencio respetuoso. Fue en esos días en que empezó la maratón de Héctor, disparada, como suele ocurrir a veces, por los desafíos que impone el despecho.Cierta tarde, entrando a la casa, alguno le dijo. “Andá a estudiar gil. Qué vas a saber vos de electrónica, pelado. Se te van a quemar las cejas, se te van…” Héctor se detuvo, lo miró fijo, y con la misma mirada seria que ponía cuando pateaba un corner sentenció: “El televisor va a estar listo para julio. Cuando el hombre llegue a la Luna lo vamos a ver en casa. Ustedes pagan el asado”.
Hacía unos meses, corría el año 69, se había empezado a hablar con insistencia de la expedición a la Luna que iba a emprender la tripulación de la Apolo XI. No es sencillo reproducir hoy las sensaciones que despertó aquel primer viaje que depositaría a un par de astronautas en un punto blanco del cielo, pero la novedad venía de que el alunizaje se iba a transmitir en directo y a todo el mundo. Todavía circulaban historias sobre lo que pasaría al descender allí. Más de uno sospechaba, o esperaba, que esos navegantes fueran recibidos por algunos hipotéticos habitantes lunares, llamados selenitas, o se encontraran con los restos fósiles de alguna civilización desaparecida. Todavía se creía que en la zona oscura había ingenios estelares olvidados o algún secreto monstruoso que, al conocerlo, nos cambiaría la vida a todos. Sin embargo, nos parecía más probable que esa expedición no acabara en un desastre a que Héctor consiguiera encontrar el modo de ensamblar válvulas, capacitores, transformadores y resistencias para lograr arrancar una imagen de un tubo de rayos catódicos.
Supongo que habrá gastado lo poco que tenía en comprar las piezas de a una. Adivinábamos que dentro de los paquetes con que llegaba tarde tras tarde estaban los pedazos del aparato. No hablaba con a nadie y la falta de sueño le proveyó un aire taciturno que acentuaba aún más el brillo de su pelada. Cierto día descargaron de una camioneta una caja en donde supusimos estaría el tubo. Una semana antes del 20 de julio dejamos de verlo. La gente del barrio estaba pendiente de Héctor. Las comadres de la cuadra comentaban que había dejado de ir a La Volcán. “Se van a quedar en la calle. No tienen ni para pagar el alquiler. A mí siempre me pareció un buen hombre aunque medio estúpido. Ahora se volvió del todo”. Unos días antes alguien llegó con una antena de aluminio. Lo vimos trabajar arriba del techo mientras oíamos la voz de Héctor dando indicaciones, que si más allá, que subila al tanque de agua, que ahí creo que está, hasta que finalmente quedó plantada sobre un mástil de madera. Al rato el hombre salió, nos guiñó un ojo y, antes de irse, comentó. “Prefiero la tira ancha y bien jugosa”.
Cuando entramos a la casa de Héctor todo olía a estaño de soldadura. Tenía la mirada seria pero los ojos le brillaban. Sobre la mesa estaba el artefacto, enorme y con la panza abierta, donde se veía una maraña de cables de todos los colores. No le había alcanzado para comprar el gabinete pero ahí estaba, chisporroteando por el polvo y con los filamentos rojizos de las válvulas brillando como velas en el crepúsculo. Y en el tubo, increíblemente, aparecía la señal de ajuste del Canal 7 ondeando como bandera.
Imaginan como termina la historia. Armstrong bajó de la nave, dio unos saltitos, dijo una frase que tenía preparada desde siempre y plantó una bandera que quedó tiesa como si hubiera sido planchada con almidón. El asado duró hasta la madrugada, y, si bien la Luna demostró ser un montón de piedra y polvo congelado, nos quedó la sensación de que algo muy importante había ocurrido aunque nuestras vidas no cambiarían con ello. Excepto, tal vez, la de Héctor. Que siguió yendo a La Volcán y regresó a cabecear corners con su pelada brillante. Pero todos sabíamos que, como Armstrong, él también había dado un pequeño paso.”
Y COLORÍN COLORADO…
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