En el día en el que de la NOCHE a la MAÑANA se puede pasar de un ESTADO de EUFORIA TOTAL al de una DECEPCIÓN PROFUNDA…solo el relato de un CUENTO de aquel que nos lo CUENTA como el de la BUENA PIPA… aparece ÈL; el polifacético  LITO ZANARDI y nos trae esta muestra de un VUELO a la ILUSIÓN

“El cuento de Tilde

Cuando me acuerdo de la nona Tilde, es inseparable de su figura flaca que sugería la
consistencia de una madera seca, la parra de uva chinche que entretejía el cielo del patio, la cocina en donde las paredes blancas eran una colección de ollas y sartenes y el humo aromático del carbón ardiendo en el brasero. En esa casa, a pesar de su condición inocultable de italiana del norte, era costumbre el mate, el cual iniciaba, en invierno, agregando a la calabaza un puñadito de azúcar para hacerlo caramelo agitando una lumbre ardiente que venía del brasero de hierro. Luego de agregarle yerba con trocitos de cáscara de naranja, escanciaba el agua de una pava enlozada que había sido blanca y nos convidaba bocados de pastafrola preparada con dulce de membrillo. Cuando llegaba el tiempo del frío, y las hojas de la parra formaban un tapiz ocre sobre el ajedrez de las baldosas del patio, si se lo pedíamos, nos contaba cuentos. Las historias se repetían, pero cuando somos niños e incluso ahora que
dejamos de serlo, seguir el rumbo de un cuento sabiendo las palabras que van a venir
tiene la ventaja de una caricia, una breve ternura cuya sorpresa reside, con el valor de
un silogismo, en su regreso tan querido.
Los pibes del barrio llegábamos a su casa para mirar la televisión, porque aquel aparato enorme con pretensiones de escafandra de buzo antiguo era el único en la cuadra. Sin embargo, ahora que la recuerdo, creo que nos interesaba más escucharla hablar de lugares y personas que no habíamos conocido pero que, luego de un tiempo, nos resultaban familiares porque las habíamos construido mediante el
procedimiento de la ilusión. Tal vez de esa forma, esas personas y esas aldeas campesinas cercanas a las montañas detrás de las cuales estaba Austria habían logrado una discreta eternidad al prolongarse en una historia, del mismo modo que, ahora lo sé, lo hizo Tilde, intuyendo que también ella quedaría en nuestra memoria de un tiempo que por pasado nos parece noble y, también, inalcanzable.
Recuerdo su relato de la novela de Edmundo de Amicis, De los Apeninos a los Andes,
que narraba el viaje de un niño genovés al universo plano de la pampa cuya errata
memorable pretendía que desde el camino que une Córdoba con Tucumán se observaban las moles nevadas de la cordillera que nos separan de Chile. TampocoTilde había conocido aquellas montañas, y, tal vez por eso, para ella y para De Amicis, podían estar tan cerca como esas otras que separaban su país del reino agresivo del norte, de donde había partido la guerra que había terminado por empujarla, como a tantos, al universo limitado de un barrio del sur de la ciudad de Buenos Aires. De Amicis es hoy un escritor olvidado y, quizás, también lo era entonces. Aquella leyenda cándida se basaba en la historia de Marco, quien había descendido de un barco en
una Buenos Aires en blanco y negro desde donde empezó un viaje empedernido —de
Buenos Aires a Rosario, de Rosario a Córdoba, de Córdoba a Tucumán— para buscar a su madre. La historia representaba el camino incierto que recorrieron esos inmigrantes que llegaban, hasta principios del XX, a una Argentina que paliaría las noches hambrientas de la Italia de la primera posguerra del siglo. Era, también, el cristal de la vida de Tilde, que había alcanzado el puerto de Buenos Aires con un baúl pequeño en un tiempo que sólo terminamos de comprender mucho tiempo después, cuando por diversas razones debimos, también, cambiar de país para inventarnos una vida en otra parte.
Hay múltiples formas de comprender eso que somos y también nos rodea, casi tantas como personas y, aunque no sabemos si estamos en lo cierto, sospechamos que si bien nuestro modo puede no ser el mejor de todos es la única guía disponible para recorrer el relieve de los días sin perdernos en el intento. Ese mapa personal está construido por supuesto de espacio pero también de tiempo y es por eso que, en el nuestro, aquel patio de la niñez que hacía eco de los cuentos de Tilde es el punto de
partida de una trama que sólo con ellos se muestra razonable. La forma tal vez más cálida de introducirnos al mundo es por medio de quienes nos cuentan sus cosas pues nos obliga a emplear la imaginación, un método que puede ser equívoco pero es inobjetable para defendernos de esas pequeñas derrotas que nos impone lo cotidiano. El cuento hablado es el antecedente más inmediato de la literatura escrita y, según dicen, fue en cierta noche medieval que las personas se arriesgaron a recorrer las líneas de palabras en silencio, es decir, a escuchar una voz que sólo habitaba dentro de ellas. Porque es habitual que al leer repique el eco de las palabras en un rincón del cuerpo, corroborando que, si lo intentamos, siempre contaremos con alguien que nos habla desde alguna parte. Creo que desde entonces, cuando leo,desde algún sitio me acaricia la voz de tilde.
Tilde tenía la rara habilidad de contar ciertas cosas que había vivido como si las hubiera imaginado, y, justamente porque los relatos transitaban el territorio luminoso de la ilusión, cobraban certidumbre al ritmo del mate y se perfumaban con el aroma chamuscado del carbón de leña que brindaba una calidez que no se medía solamente por la temperatura del aire. Porque los mejores inventores de cuentos son aquellos que cumplen con una dualidad: relatan las historias personales como si fueran de otros y las de otros las vuelven tan creíbles como si efectivamente las hubieran vivido. Tilde, ahora lo sé, contaba sus historias y, aunque es imposible separarlas de su imagen tejiendo junto a la ventana que daba al patio, nos parecían como si le hubieran ocurrido a otra persona. A esa persona que había sido en otro
tiempo y cuyos rastros sobrevivientes se asomaban del rostro mediante una mirada
azul y múltiples arrugas que no conseguían atenuar su antigua belleza.
Sé que el relato de De Amicis sólo cobraba sentido con la voz de ella y por eso le pedíamos una y otra vez que lo contara de nuevo. Aquel Marco que viajaba en barcos, trenes y carretas arrastradas por seis bueyes, era tan real como las ramas de la parra que entretejían en cielo anaranjado del atardecer. La lectura —aunque la compartamos con otros simultáneamente como en los relatos contados en ronda— se
inscribe en la vida privada de cada uno de nosotros. Como si alguien, efectivamente,
estuviera escribiendo en algún papel intangible que residirá, de acuerdo a los
pormenores del olvido, en cierta cuarto cuya llave nos pertenece solamente a nosotros. Por eso cuando leemos lo hacemos en primera persona, un eufemismo para señalar que toda lectura es única. Creo que nuestro gusto por la lectura arrancó, sin saberlo con precisión, en esas tardes de Tilde cuando nos leía, desde la memoria, la historia de aquel viaje que, en cierto sentido, era todos los viajes, incluido el de ella misma y el que nos esperaba al resto de nosotros.
Podemos reconocer, sin calificar como plagio, las ideas de alguien en las nociones de otros. Allí, en esas composiciones que aparecen como genuinas, permanecen, diluidas mezcladas las opiniones de quienes escribieron en nuestro libro personal. Como si
algunas páginas, o tramos de ellas, conservaran el sello de quien trazó esas palabras.
En Borges podemos reconocer los espejos que alguna vez también inquietaron al Padre Brown de Chesterton, las fantasías matemáticas del Dupin de Poe, las
perplejidades de Spinoza. En Kant resalta la añoranza de los imposibles arquetipos
platónicos, las categorías inmutables de Aristóteles y, tal vez, la aspiración a establecer
una cosmogonía como lo hizo Anaxágoras. Todos somos una combinación única e irrepetible, pero de las mismas cosas. Es esa combinación reside las sustancia que
caracteriza a un individuo. Sé que, en cuanto a nosotros —aquellos muchachos que
escuchábamos la historia de Marco—, lo que somos tiene que ver, en cierta medida,
con Tilde, y numerosas personas más que comenzaron a mezclarse en un patio
vestido, invariablemente, de hojas de parra amarillas.
No hay otro modo de regresar si no es con la mirada, aunque se trate de esa mirada
vidriosa que nos preserva del olvido y chispea con la ilusión de un espejismo. En ella
habrá siempre una Tilde y, tal vez, la misma tarde de otoño.”

Para HOY todo debe ser como un CUENTO…de FINAL  ABIERTO… por eso MÚSICA ABUELA…Y

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