Cuando menos lo esperamos se aparece ÉL y nos deja uno de sus CUENTOS; de la BUENA PIPA le bautizamos nosotros; dignos de una PLUMA cargada de la CREATIVIDAD para el MOMENTO actual…LITO ZANARDI desde su BIOQUÍMICA, o detrás de su BATERÍA aprovecha y nos trae una de las HISTORIAS que NOS hacen VOLAR a MUNDOS donde el HUMOR, la IRONÍA, el ESPERPENTO, el POLICIAL, o el ROMANTICISMO, nos invaden y para ENTRETENERNOS con SAL & PIMIENTA…
“DEDOS con ANILLOS…
Todas las historias merecen ser contadas. Finalmente, el relato de cualquiera de ellas obedece a un convenio entre la historia en sí misma y quien la cuenta. Que pueda ser exitosa o no, perdurable o no, es, por así decirlo, otra historia. Aunque se cuenten en presente todas las historias hablan de lo que pasó. No importa el tiempo verbal que elijamos para hacerlo, finalmente todo ocurre en el presente. Pero inevitablemente cuando empezamos a hablar de algo lo hacemos porque ya ocurrió, aunque sea en ese punto fuera de tiempo donde tiene lugar la imaginación. No sé si la historia de Enzo le interesará a nadie más que a él o a quienes estuvieron involucradas en ella, como la mujer de los anillos que lo dejó en algún momento. No sé, tampoco, si existieron de verdad la mujer con sus anillos y Enzo mezclado con ellos. En el caso del cuento de Enzo, aseguro que la verdad está en el mismo relato aunque no puedo decir lo mismo con respecto a lo que refiere. Como otros, como la mayoría de nosotros, en cierto momento sentimos que tenemos que relatarnos y por eso se la escuché cuando me tocó el turno de hacerlo. No tanto para que algo quede de lo que fuimos, o quisimos ser, como para tener, sí, un punto preciso a donde aferrarnos cuando todo parece tambalearse o se esfuma como humo de tabaco en el aire sucio del amanecer. En todo caso, creo que Enzo, también como casi todos nosotros, encontró el modo de precisar un relato cuando llegó a un país en donde era poco más que nada. Sospecho que no resistió a la tentación de seleccionar con qué se iba a quedar, como hacemos cuando descartamos cosas en desuso porque debimos mudarnos a un lugar más pequeño o demasiado lejos para cargar con todo. Lo que cargamos no necesariamente es lo más útil sino aquello de lo que no nos podemos depender independientemente de cuánto pese o de que sólo sirva para juntar polvo. Creo que los anillos de los que me habló Enzo aquella vez, y me lo siguió repitiendo de tanto en tanto y de tango en tango (aunque no siempre) se acomodaban a lo que él quería que quedara en pie después de tanto tiempo y tanta mudanza. No era lo mejor de él ni lo más elegante sino aquello por lo que había sufrido y eso, como sabemos, también es importante y en cierto modo, útil. Ciertas tristezas pueden ser, también, lo mejor que tuvimos nunca. No importa que su certidumbre sea inverificable ni que no fuera un momento feliz. Era lo que él creía más importante, aunque fuera triste y, sobre todo, porque no tenía remedio.
A Enzo lo conocí poco tiempo después de haber llegado a México, un día de invierno donde la tarde templada del final parecía desmentir como una ilusión a los planchones de nieve adormecidos en las barrancas del volcán que está hacia el sur. Yo había llegado hasta allí, un bar de tangos cerca de Plaza Loreto, acompañando a un amigo, uno de esos veteranos del exilio que manejaba como un energúmeno entre las calles repletas y se orientaba como si tuviera una brújula magnética en la cabeza. Trataba en ese tiempo de no perderme entre los pasajes empedrados de la nostalgia que aparecen de improviso como atajos seductores pero no llevan a ninguna parte porque el mapa en donde están trazados fue dibujado por el engaño.
“Aquí nos juntamos para escucharlo a Enzo. Cantaba mejor en otro tiempo. Pero’, agregó mi amigo, casi extraviándose en uno de ellos, ‘todos fuimos mejores en algo un tiempo atrás ¿no?”En el local perduraba la noche porque para ingresar a él había que apartar unas cortinas de terciopelo morado, material que también cubría, creo que por pudor, las paredes de atrás para ocultarnos de la visión siempre temible de las manchas de humedad. En el salón se apretaban un escenario y sillas alineadas en dos filas y, gracias al techo abovedado, evocaba vagamente un furgón del subte A, una impresión engañosa que se reforzaba por el olor rancio de puchos apagados y unas hileras de lamparitas que brillaban con matices de cobre. Tuve la sensación de que en cualquier momento el sitio podría moverse con nosotros adentro para circular por un túnel hasta las vías de intercambio del subterráneo A de Buenos Aires que se cruzan como palitos chinos en los talleres de la Plaza Miserere.
De Enzo sobresalían el peluquín frondoso con raya al costado y cierta vacilación al caminar manteniendo el torso inmóvil, que le daba un aire de maniquí resucitado que se fugó de una vidriera de Casa Muñoz. Luego supe que ese aire incómodo de cartón tieso se debía a cierta enfermedad neurológica que él atribuía a los achaques propios de la vejez. No me prestó mucha atención pero me consoló que también pareciera ignorar a mi amigo. Estaba sentado en el aire inmóvil de la tarde, rosada porque ese color se desprendía del terciopelo montado en los granitos de polvo que invitaban al estornudo. Tuve la impresión de que nos habíamos visto con Enzo, antes pero evité el tuteo porque, de pronto, me pareció insolente. Se notaba que a Enzo, sobre todo, le hacía falta respeto y no costaba nada darle un poco. Tal vez no tenga importancia haberme detenido en las menudencias de aquella tarde pero los relatos cobran forma por sus relieves de luz y sombra. De decirse todo lo que es posible decir se perdería la ilusión, como en los desnudos absolutos o esas habitaciones encandiladas por una luz que diluye cualquier sombra. Y las sombras son las que dan forma a un objeto. O a una persona. Enzo estaba, al menos aquella tarde, arropado por las sombras y por eso no puedo prescindir el terciopelo y la atmósfera oscura de tren subterráneo que saturaban el lugar.
Más tarde lo escuché cantar. Parecía, efectivamente, haberlo hecho mejor en otro tiempo. Como imaginé haberlo conocido antes me resultó más tolerable, con esa indulgencia que le damos a alguien sólo porque hay un recuerdo que mejora un presente mediocre o vergonzante. En seguida me di cuenta que siempre que podía contaba el mismo relato, cada vez más perfeccionado por el hábito y la costumbre. Me refiero, claro, al relato de una mujer. Enzo miró con aire distraído hacia el grupo y se detuvo en una mujer que se distinguía en el fondo. Reparamos, los dos, en los anillos de sus manos. El relato tenía que ver con anillos, claro, pero creo que igual me lo hubiera contado porque, sobre todo, buena parte de él se resumía en ellos. En la mujer que los llevaba pero, especialmente, en sus dedos con anillos.
“Hay, como siempre, una mujer. Una mujer que es única porque ella nos eligió a nosotros, pero en su momento nos hizo creer que fuimos nosotros los electores. Minga. Uno siempre es el blanco de alguien. No sé por qué, sobre todo, recuerdo de ella sus manos con anillos. Como ella, dijo señalando a la mujer del fondo, tenía dedos con anillos, redondos y brillantes como una moneda de bronce. Ahora, cuando quiero recordarla, solamente me vienen esos dedos rodeados de aros de metal que brillaban en medio de la noche”. Me dijo, con indiferencia, que había llegado una noche y ella le había dicho que estaba harta de soportar sus mentiras y fracasos y de imaginar todos los días un futuro que se acababa al siguiente porque él era, ante todo, un pobre infeliz. Concluyó aquella cadena de insultos, con una declaración candente que resumía todas las palabras anteriores: Enzo, sos una basura. Seguramente suspiramos, dejamos que nos merodeara el silencio, y habremos empujado algunas frases derivadas del tango para permitirle un consuelo: así son las minas, te usan y luego te dejan, tengo el corazón hecho pedazos, el alma herida, muñequita de cobre, muchacha morena, mi amor tropical, según los versos de Cadícamo que musicalizó Charlo.
Reflexioné en aquel momento —o, más bien, ahora repaso y corrijo ese pensamiento — que tal vez habían sido varias las que lo despidieron así y le quedó sólo una en la memoria. O, lo que es todavía peor, esa mujer nunca había logrado existir, pero en la imaginación de él se compuso de ese modo porque resumía a todas las otras: como era medio tránsfuga pero culposo, tal vez había imaginado que una forma de justicia habría sido que en cierto momento lo despidieran así, corrido por insultos y malos gestos que involucraban anillos. O todavía peor, que esa mujer vendría en algún momento, con su mano circundada de anillos para cobrarle todas sus porquerías, y ese recuerdo que balbuceaba era una grosera anticipación de lo que iba a buscar que le ocurriera.
Tengo, por cierto, algunas dudas todavía. Si el relato fue real, si dentro de él había algo más que un hecho de palabras.
Es más, no sé si, en realidad, no fui yo el que contó eso en aquel momento. O, quien sabe, si no habrá algún día cierta mujer que también a mí me despida con anillos y malos gestos y se tome revancha por otras menos afortunadas y se lo termine contando una tarde cualquiera a un desconocido para que quede algo de mí. No lo más útil, sino lo más importante.”
Y con este ambiente TANGUERO… aquí un FINAL a todo CHAN CHAN…
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