Y aparece ÉL y nos deja uno de sus CUENTOS; de la BUENA PIPA; como le bautizamos nosotros; dignos de una PLUMA especial donde la CREATIVIDAD para el MOMENTO actual es como una BOCANADA de sus excelsos TABACOS  quizás heredados de las MEZCLAS que ofrecía ARI ONASSIS; mucho antes de ser NAVIERO y de tener a la CALLAS o a JACKIE O…

Así es LITO ZANARDI quien desde su BIOQUÍMICA, o detrás de esa BATERÍA aprovecha  para traernos esta HISTORIA que NOS  hacen PENSAR en sus MUNDOS donde el HUMOR, la IRONÍA, el ESPERPENTO, el POLICIAL, o el ROMANTICISMO, nos invaden para ENTRETENERNOS con lo MEJOR de su IMAGINACIÓN que como un MAYO del ‘68…nos trae a PARIS aquí desde ESTE…

El leopardo de las nieves del Kilimanjaro

 

El Kilimanjaro es una montaña cubierta de nieve de 5.895 metros de altura, y dicen que es la más alta de África (…) Cerca de la cima se encuentra el esqueleto seco y helado de un leopardo, y nadie ha podido explicarse nunca qué estaba buscando el leopardo por aquellas alturas. Ernest Hemingway. Las nieves del Kilimanjaro.

 

Hay frases que tienen sentido más por su sonido, por el timbre con que las percibimos, que por su contenido. Aseguran que la poesía se funda en esa condición: la armonía que es propia de la palabra hablada –aunque esté escrita-, más que con su significado preciso. En todo caso, sucede que la poesía requiere de voz, o, también, que lo dicho sólo adquiere un sentido completo mediante la música que es sustancia de cada lenguaje. Alguna vez le escuché asegurar a Virgilio Expósito que con su hermano Homero eligieron la célebre frase que da inicio a Naranjo en flor, “era más blanda que el agua, que el agua blanda”, porque sonaba bien aunque, estrictamente, no trataron de decir ninguna otra cosa con ella: no importa que esa condición de blandura no se ajuste al agua, todos entendemos que esa dupla de palabras hay algo que sólo puede decirse de ese modo aunque sea imposible de reducir a nada concreto. Por eso, imagino, hay ciertas frases intraducibles; desconozco si en algún otro idioma esa blandura del agua sonase igual.

 

En todo caso, cuando me acordé de la voz el leopardo de las nieves del Kilimanjaro fue porque un bandoneonista me habló de Ossen cuando nada debía haberlo recordado.

 

—Si usted vivió en el barrio habrá de saber de Ossen— conjeturó luego de haber rechazado con amabilidad el cigarrillo que le ofrecí.

 

Cuando volvió así, de repente, aquel recuerdo lejano de Ossen, reapareció también el leopardo de las nieves del Kiimanjaro como si uno evocara necesariamente al otro, como esos mecanismos en cadena que están indisolublemente unidos aunque, como el agua blanda de los Expósito, no quisiera significar ninguna otra cosa más. Sin embargo, como no resistí el llamado del recuerdo y unos días después me encontré con ellos –Ossen y el leopardo de las nieves del Kilimanjaro-, supe que, por fin, había comprendido el afán de aquel leopardo que desde Hemingway pertenece a la literatura. Es decir, a la imaginación, más que a la fauna de aquella cumbre del África.

 

El bandoneonista me había dicho que todavía se podía hablar con Osen y que seguramente le haría bien mi visita. Consideré, con moderado temor, si me haría bien a mí. Caminé unas cuadras hasta Asamblea por José María Moreno para llegar a la misma esquina en donde había estado la ferretería más grande del barrio, sobre la cual estaba el departamento donde vivía Ossen. Ahora, la ferretería fue reemplazada por no sé que negocio. Cada año hay un local nuevo allí,  me dijeron, pero nada funciona muy bien. Cuando entré al departamento de Ossen tuve la sensación equivalente a la de tiempo detenido que sugieren esos relojes blandos de Dalí porque me sofocó la misma inquietud que impulsan ellos, como si todo estuviera reblandecido y pesara menos de lo debido. Tuve esa característica impresión que experimentamos cuando visitamos un lugar que vimos hace mucho tiempo, de que las habitaciones del departamento y el departamento en general eran más pequeños de cómo los recordaba, por esa deformación que adquieren ciertos lugares luego del tratamiento equívoco del que se vale la memoria. La memoria puede funcionar como los sueños –esos cuentos de la memoria- que aligeran el peso que la realidad tiene entre las cosas. Antes de llegar, tal vez porque estaba ligeramente inquieto por los recelos del reencuentro – se temen especialmente las palabras que tratan sobre los cambios y el inevitable desacuerdo de lo que somos con lo que fuimos-, tenía la sensación de extrañeza que proveen ciertos sueños cuando en ellos recorremos lugares propios de la realidad: aunque somos conscientes de que se parecen, sabemos, aun en el sueño, que no son los mismos. Hay algo de fraudulento en esas visiones. Descreo que los sueños anuncien cierto futuro. Más bien son alguna realidad deformada como las imágenes reflejadas por espejos cuya superficie no es plana. Pero sabía perfectamente que no se trataba de ningún sueño ni mucho menos una pesadilla, aunque no puedo evitar asignarle, sí, algo de sus atributos. Porque tanto las calles como la casa se parecían y, como se sabe, el parecido entre las cosas no hace más que ahondar sus diferencias.

 

Una de esas señoras que cuidan ancianos me abrió la puerta mirándome con desconfianza. Tenía el aire de un viejo sargento de intendencia jubilado que se había pasado la vida en una guarnición de provincia haciéndole difícil la vida a los reclutas y administrando la despensa de un regimiento. Cuando lo vi a Ossen estaba, como siempre, en la biblioteca, recostando en un sillón hamaca en donde dormitaba de a ratos frente al televisor encendido por donde se sucedían programas con personas que hacían diferentes cosas, aseguraban, para cumplir un sueño. Me resultó difícil reconocer en él al profesor que explicaba frenéticamente sustituciones nucleares de primer y segundo grado, la teoría ácido-base de Lewis o las series de McLaurin y Taylor para rectificar polinomios. En otro tiempo, hace más de cuarenta años, cuando nos despedimos por última vez, discutimos ásperamente de política. No compartía los aires revolucionarios que abundaban en nuestra imaginación de aquel entonces. Sospechaba que aquello que no era tan sencillo de comprender como sus explicaciones sobre capítulos científicos debía ser peligroso. Dejé de conversar con él por ese entonces y las veces que nos cruzábamos por José María Moreno o Asamblea, nos saludábamos con una distancia que poco tenía que ver con las unidades métricas para el espacio según la convención del sistema MKS de unidades de la física clásica. Alguna tarde, antes de eso, me había hablado de cierto libro titulado El leopardo de las nieves del Kilimanjaro, escrito por un desconocido escritor soviético de ciencia-ficción. El relato, aseguraba, se valía de la frase del texto de Hemingway para continuar otra ficción que lo había deslumbrado. Según él, la historia relataba la vuelta de cierta nave que contenía en los archivos de su computadora los registros de las muertes futuras de todas las personas de la época. Prometió prestarme el libro en donde estaba el cuento pero nunca lo hizo. Hasta hoy me pregunto si el relato original existió alguna vez, porque nunca pude encontrarlo. Sé que en el final incluía alguna revelación sobre las razones del ascenso de aquel leopardo. Omitió decirme cuáles eran pero, por la luz brillante de su mirada, imaginé que había tocado alguna cuerda sutil muy adentro suyo.

 

Aquella tarde, cuando el sol del oeste trazaba un hilo de cobre en el contorno de los faroles de alumbrado le repetí, le pedí que me contara del leopardo de las nieves del Kilimanjaro.

Claro— pareció recordar— las nieves del Kilimanjaro.

Ahora, intentaba recuperar el sonido de la voz que me contó de cómo había llegado aquel animal a la cima de esa montaña. Sin embargo, hablamos de nada. No éramos los mismos. Noté que se había sentado a esperar. Creo que había sido beneficiado por una inteligencia deslumbrante. Tal vez habría sido exitoso pero se pasó demasiados años explicando las mismas cosas. Como todo le resultaba fácil, deploré, terminó por hacer mucho sin destacarse en nada. Como esos ejércitos demasiado poderosos que abren varios frentes de combate a la vez y son roídos por ejércitos menores y se van disolviendo en jirones de nada.

El leopardo de las nieves del Kilimanjaro— repitió antes que me fuera.

 

Y cuando me fui, me siguió desde la nada, o desde un punto muy lejano como las luces de un barco en medio del río, la noción de que el leopardo había luchado contra todo para subir aquella cuesta, como un Sísifo condenado para dejarse morir al abrazo de la nieve, en una mañana de cielo claro y respirando el aire de cristal que le rasgaba los pulmones como un cuchillo sin filo. Que había llegado, por fin, a donde quería.

 

Caminé las cinco cuadras de José María Moreno hasta llegar a casa y me serví un whisky. Me quedé mirando la televisión, esperando también, porque escuchaba, como una música, como el agua blanda, su voz hablándome del leopardo de las nieves del Kilimanjaro.“

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