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Sea por la razón que sea, que hay más plata, que hay más grupos que escuchar, o que es como dicen por ahí que los artistas extranjeros ahora sí vienen porque “se están muriendo de hambre”, hay un hecho irrefutable y es que más que nunca gozamos de algo que antes era una utopía: la capacidad de elegir en una oferta de conciertos en una sola noche. A veces subvaloramos ese derecho preciado que es el poder escoger.


La gente de la campaña WeLoveBogota me preguntó qué opinaba de la evolución de la escena de conciertos en la ciudad y me invitó a publicar mi opinión. Me pareció un ejercicio sensato, teniendo en cuenta que cada día hay que encontrar argumentos para reenamorarse de esta urbe o sino nos chiflamos. Y la música, como se vive en Bogotá, es un factor definitivo.

Entonces habría que tener en cuenta varios factores: Bogotá como plaza y como escena.

Empecemos por la plaza. “La ciudad en la que puedes escoger qué escuchar”, una afirmación que tal vez hoy no nos parezca nada especial. Parece que poco recordamos aquellos años de oscurantismo en los que la oferta de conciertos internacionales era mínima, en la que había que esperar a ver qué traía Rock al Parque.

Hace una semana, una columna en el portal Las2orillas lamentaba profundamente que hubiese gente que prefiriera ir al concierto del ex Buki Marco Antonio Solis que al del ex Beatle Ringo Starr. Aunque la comparación pueda sonar totalmente insensata (“buki contra beatle”), deberíamos concentrarnos en una idea muy romántica, la de una ciudad que aprendió a ser público de conciertos: precisamente, el bogotano que aprovecha su libre albedrío y tiene el poder de elegir a qué concierto quiere ir, sin que esa elección esté mediada por una suerte de condición provinciana de que “hay que ir porque sí” a algo, porque es la primera vez que lo vamos a ver o porque debemos sentirnos honrados de que alguien nos visite.

(Aclaro: me incluyo entre aquellos que, provincialmente o no, fuimos feliz y nos vimos privilegiados de ver a un ex Beatle, así como a un ex Santana y a un Toto y a un ex Utopia, todos en un mismo concierto).

Esa noche, no solo estaban el buki y el beatle: también cantaba la francesa Zaz, posiblemente la más brillante de las redentoras de la chanson en este siglo, y al parecer llenó  el Teatro Jorge Eliécer Gaitán. Y seguro había otros más, de artistas internacionales y también de nacionales. Y había gente para todos los conciertos, en una oferta para una ciudad cosmopolita, para un público que es diverso, que no está cortado todo con la misma tijera. Atrás quedaron los años en que todos, como borregos, corríamos para el mismo lado.

Por estos días, de jueves 12 de marzo a sábado 14 de marzo pasa algo similar: tenemos oferta de todo. Así como está el Festival Estéreo Picnic y esta noche tendremos al más prolífico de los roqueros de los últimos 15 años, el señor Jack White, y a un DJ tan experimental y tan roquero como Skrillex, entre otros 15 nombres, al norte de la ciudad, también está la oferta del Festival El Marrano no se vende, que considero una oportunidad espectacular: conciertos basados en la improvisación total sobre el escenario entre músicos diversos.

No más, el sábado, vuelve Chucho Valdés con un conciertazo basado en sus álbumes Chucho’s Steps y Border Free, en este último apunta su piano hacia las influencias de los comanches que llegaron a Cuba y se establecieron, así como a influencias de percusiones marroquíes. No sé si estas palabras logran definir la grandeza cultural de lo que eso significa.

Y he ahí un segundo ingrediente a resaltar: cómo estamos pasando de la atención a una reducida cantidad de grandes megaconciertos (de 30.000 asistentes en adelante), a una muy amplia oferta de conciertos de artistas de asistencia intermedia (2.000 a 10.000 personas), que conforman una paleta más diversa. No tiene nada de malo que haya conciertos inmensos, y los empresarios están en total libertad de cobrar los precios que consideren (aunque aquellos de 400.000 pesos para arriba luzcan prohibitivos), pero la mejor forma de ampliar nuestra paleta de gustos musicales es estar expuestos a la diversidad, tanto a aquellos artistas que admiramos desde la infancia como a los desconocidos que nos sorprenden.

Cuando nos remontamos a la memoria que tenemos de los conciertos antes del año 2000, las referencias suelen ser las mismas: Gun’s N Roses… el primero de Metallica,.. Santana con Soda Stereo… El concierto de conciertos. Todos fueron hitos, regados a lo largo de 20 años. Pero quienes han asistido regularmente a conciertos en este siglo, podrían construir fácilmente una lista de 30 conciertos inolvidables, experiencias que los han marcado de formas diferentes.

Esa oferta reciente ha sido, además, de vanguardia en la música. Frente a ese mito que había de que las bandas “vienen a tocar acá cuando ya a nadie les interesa en el primer mundo o están por separarse”, habría que traer a la memoria algunos ejemplos: Muse, en el 2008, año en que fueron elegidos en los Brit Awards como el mejor espectáculo de rock en vivo del planeta; Foo Fighters, que tocó en enero de este año, elegida en el mismo premio unas semanas después; Pet Shop Boys, el año pasado, estrenó su esperado disco en Bogotá antes que en el resto del planeta; incluso el despreciado Ringo Starr, apenas un año antes había protagonizado un momento sensacional en la entrega de los Grammy.

Por supuesto, la falta de escenarios apropiados es un factor desequilibrante, pero los empresarios se han dado “maña” para no dejarse amilanar por ello. Este Estéreopinic es prueba de eso: levantado en lo que se suele llamar “un potrero”, este año ocupa fácilmente tres veces más del llamado Parque Deportivo 222 para poner tres tarimas y tener, adicionalmente, un inmenso mercado de diseño, zona de comidas, juegos y demás, en dimensiones comparables con las de un Coachella.

Explorado el tema de la plaza, entonces habría que adentrarse en el de la escena: la ciudad como una casa de explosión musical.

Si bien, los 80 fueron años opacos para el nacimiento de bandas, Bogotá tuvo una época brillante en la década siguiente, con la explosión de una movida subterránea, vigente en bares y en escenarios improvisados, que acogió a bandas como 1.280 almas o Aterciopelados, por poner apenas algunos ejemplos. Estos, potenciados luego por el nacimiento de Rock al Parque a partir de 1994, se multiplicaron.

Pero entonces, en mi opinión y la de muchas personas ligadas a la movida del rock en la ciudad, el festival gratuito y distrital que empezó a ser reconocido internacionalmente también sembró el grave problema de la gratuidad: la idea de que por ver a las bandas nacionales no se paga.

He aquí otro punto de evolución importante: cómo la explosión de festivales alternativos y propuestas independientes en los últimos siete años ha vuelvo a conectar a los públicos con la necesidad de pagar boletas para ver a estos artistas. Hace apenas unos minutos, la banda Telebit reconocía ante el público en el escenario Tigo (patrocinador de ese espacio), en el Estéreo Picnic, desde donde se escriben estas líneas, que era “una chimba que ustedes paguen por ver artistas nacionales”. No fue poco lo que estas personas pagaron: boletas de más de 300.000 pesos. Un combate frontal a la gratuidad.

En paralelo con los festivales como el Centro, el Estéreo Picnic, el Anaranjado (organizado por un colectivo de bandas), La Coneja Ciega, entre otras apuestas, también está la oferta de nuevos bares y espacios de recitales pequeños (ejemplo: Matik Matik) que impulsan sus carreras y que abogan por 1) Pagarles a los artistas, y no con cerveza sino reconociendo su trabajo en serio, y 2) apoyando la experimentación y la búsqueda de sonidos de vanguardia, no la repetición de la repetidera de ‘covers’, que toquen su material propio. Solo así es posible que esa llamada escena supere la gratuidad y la sensación de la dependencia a la teta distrital. Está ocurriendo en este mismo instante.

Por eso, la explosión musical continuada de nuevas bandas, que hoy se ha multiplicado.

Eso como por resumir un poco, pero creo que me extendí demasiado.

Estoy totalmente abierto a su retroalimentación, por aquí o por Twitter @laresonancia, para establecer una discusión al respecto. La música es una razón para enamorarse de Bogotá, no lo duden.

Suerte y pulso.

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Yo, Carlos Solano, su autor, soy periodista, ejerzo actualmente como subeditor de Cultura de EL TIEMPO y trabajo con la música desde mediados de los años 90. Espero disfruten este recorrido.

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2 Comentarios
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  1. roberto228875

    veo con interes y con gusto que en este tiempo, en Bogotà, SI se puede escoger un espectaculo a gusto personal, los hay de todo tipo y tendencia !! lo cual confirma, a Bogotà como Capital MULTIETNICA Y MULTIARTISTICA, como lo ha sido siempre !!!!

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