No dejes que la presión social te impida volver a disfrutar de tus discos compactos: no todo se trata de estar a la moda con los vinilos. Tampoco se trata de cuál formato suena mejor, sino cómo el vínculo con la música marca la historia redonda de tu vida. Tan redonda como los vinilos y los CDs.
Antes de comenzar, pido sacudir el título de este post de cualquier interés político. De hecho, he estado pensando que hay que dejar de usar la sigla CD por su no muy grata coincidencia con el otro CD. Habría que llamarlo mejor «disco compacto» (DC), o «círculo brillante» (CB), o «formato de almacenamiento de datos de disco óptico digital» (FADDOD), o cualquier otra cosa. En fin.
También, anotar que este post es ooootro regreso del blog Caja de Resonancia, que existe desde 2005 pero que no publicaba desde 2015. Tengo fe en que este sí sea un regreso definitivo.
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Con la partida de George Michael, en diciembre pasado, volvieron a la memoria sus videos. En particular, el de ‘Freedom! 90’, que contiene la siguiente escena (ver del segundo 00:09 al 00:32, para alcanzar a disfrutar de la belleza de Linda Evangelista), que representa esa admiración que el disco compacto -y toda la parafernalia tecnológica a su alrededor- despertaba en el mundo en los años 90:
Había un romance por el formato. En ese momento, la gente se volcó a comprar discos compactos y reproductores, y dejó a un lado los vinilos y los casetes. Se creía que era un adelanto tecnológico, el saltar a un mundo mejor en el que no existía la «suciedad» del hiss y el scratch -entendido este como el efecto involuntario- (oiga una colección de sonidos producto del vinilo) y mucho menos los enredos inconvenientes del casete. Era, en consecuencia, un sonido más limpio y un formato un poco más resistente.
Por supuesto, la apuesta detrás fue una activación absoluta de la industria musical. Significó remasterizar y reeditar gran parte del catálogo mundial, y distribuirlo en tiendas en todo el mundo, e impulsar a infinidad de nuevos artistas y nuevas producciones.
Pero, como con tantos recursos en la vida, la industria empezó a abusar del formato disco compacto: al detectar que las primeras mezclas arrojaban un volumen muy bajo, empezaron a forzar el volumen. La gente quería romper sus parlantes con bajos estridentes y potencia a todo taco. ¿Cómo forzar el volumen? Comenzó lo que se llamó loudness war, una técnica en postproducción que comprime elementos del sonido para hacerle espacio a la información digital que significa más volumen. Este video explica visualmente qué es el loudness war, que quedó en total evidencia con Death Magnetic, de Metallica:
Por supuesto, esto afectó gravemente la calidad del sonido. Incluso afectó también a la música misma: se empezó a hacer música para sonar duro. Pero la gente no es tonta y los músicos tampoco. Gente como Neil Young o Elvis Costello pusieron el grito en el cielo sobre el sacrificio que significaba el disco compacto, aunque hay que decirlo: lo reconocieron después de haber vendido muchos discos compactos.
Luego salió el «super audio CD», que se suponía era un formato con mayor calidad. Pero no pasó nada: sus costos eran muy altos y ya para el comienzo del nuevo siglo la gente estaba descubriendo el MP3 y todo dio una vuelta de 180 grados.
Todo esto le ha dado coraje a otras generaciones de repensar el vinilo y acercarse al valor de lo análogo. Muchos nuevos consumidores de música se han conectado con la melancolía del hiss y con el objeto coleccionable. Y quienes guardaban sus vinilos desde antes, hoy arengan: «¿Sí ven? ¡Yo les dije!».
DESPRECIO VERGONZANTE
Lo que a mí no me cabe en la cabeza es la gente que ahora considera el escuchar discos compactos un acto vergonzante: «¡qué oso!». Ahora, son estos discos los que recogen polvo en cajas sin nadie que los quiera. Y las colecciones incipientes de vinilos son la nueva ola, lo de publicar en el Instagram.
No sé ustedes, pero yo sigo amando mis discos compactos, unos 2.000 -no son muchos para un melómano, tal vez demasiados para un consumidor convencional- que tengo en unos estantes en un cuarto al que mi esposa no le gusta entrar porque siente que las paredes se le van a venir encima.
Mi generación se formó con el disco compacto. Fue a través de sus cuadernillos que aprendimos gran parte de la historia de la música y además las letras de las canciones. En muchos casos, llevaban un prólogo escrito por otro músico o por un periodista musical. Eran una belleza.
¿Por qué dejar de escucharlos? ¿Porque «suenan mal»? ¡Pero si los amábamos! Es decir, amábamos la música que nos dieron. En ese entonces no nos parecía que sonaran mal… ¿Es que acaso así ‘mejoró’ nuestro oído con los años?
Por supuesto, no tiene nada malo la obsesión con el vinilo como objeto de colección. El que tiene la plata para comprar discos -y los vinilos rara vez bajan de 80.000 pesos-, que aproveche. Pero lo que resulta irrisorio es el argumento de que ya no vale la pena escuchar discos compactos porque el vinilo es mejor. No lo acepto no porque sea falso o cierto -sobre este tema la discusión es larga y son pocos los que se toman la vocería a favor del disco compacto-, sino porque la calidad que supuestamente se gana con una tornamesa se suele sacrificar con un inadecuado sistema de amplificación.
Me explico: gran parte de la ola de los nuevos amantes del vinilo escuchan sus pastas en tornamesas nuevas como las Crosley, sin conectarlas a un sistema. En algunos casos, estos aparatos plásticos incluyen ¡su propio sistema de parlantes! Estos altavoces no tienen la capacidad de explotar toda esa riqueza sonora que los melómanos están intentando rescatar al comprar un vinilo.
Entre audiófilos, que son los enfermos por la calidad del sonido, es común el debate sobre por qué una tornamesa barata es la peor opción. Primero, porque una aguja barata suele deteriorar el acetato rápidamente: si un disco se reproduce un determinado número de ocasiones en ese tipo de tornamesa -dicen-, esta va a terminar arruinándolo. Si los coleccionistas de vinilos no lo han notado es porque probablemente solo pusieron a rodar ese disco una o dos veces y terminó de nuevo almacenado en el olvido.
Los audífonos son otro tema. Soy de los que cree que no todos los audífonos son para todos los dispositivos. Son diseñados con sensibilidades diferentes a las potencias de cada aparato. Puedo decir que unos Sony sencillos que tengo suenan excelente al conectarlos a la salida del iPhone, pero resultan espantosos al ponerlos en el computador portátil y tampoco rinden lo suficiente al conectarlos al amplificador.
Y la audiofilia es una ‘enfermedad’ aún más grave: me he visto haciendo en papel cálculos matemáticos para encontrar y medir el cable perfecto para conectar los parlantes («¿16-gauge o 12-gauge?» «¿banana plug o solo el ‘cable pelado’?»)…
Entonces hay que hacerse la pregunta: ¿no será que hay un poco de esnobismo en la idea de llenar ahora los estantes con vinilos y olvidarse de los discos compactos?
«El futuro de la música está en vender experiencias», dice Mario Aguilar, uno de los editores de Gizmodo. Hay una combinación de pasos muy romántica en desempacar / sacar el disco / abrir la tornamesa / esperar que el brazo de la aguja inicie su recorrido / el hiss / escuchar y esperar que la aguja vuelva a su lugar de reposo. Y ese romanticismo no tiene nada de malo, al contrario: qué bonito es ver a la gente enamorarse de los discos de nuevo.
Pero experiencia es también, por ejemplo, el algoritmo de Spotify, Deezer o Apple Music que sugiere música nueva que te podría gustar conforme a lo que has escuchado antes. Descubrir a partir de ecuaciones porque nuestros gustos responden a hábitos calculables.
Y algo funesto es que las casas que habitamos hoy, los planos que hacen los arquitectos para las ciudades del siglo XXI, no contemplan un maldito lugar en donde poner los estantes de discos. Diseñan cajas en donde la gente duerme, come y hace el amor. A los arquitectos se les olvidaron sus colegas de Pink Floyd…
Al final el formato, el objeto coleccionable en sí mismo, es solo un cascarón. Es el vehículo hacia la música, pero no es la música en sí misma. Lo que llama a apreciar la propuesta estética de un artista, sea la arquitectura sonora de Camel, la reverberación de la voz de Tom Waits, el chasquido de los dedos en las teclas del bandoneón de Piazzolla, todo eso, no es el formato. Ninguno de esos artistas eran fabricantes de plásticos: eran artistas que grababan frente a un micrófono, no operarios de una maquinaria.
El coleccionismo de objetos es una condición humana. Algunos optamos por seguir disfrutando la colección en la que hemos puesto tanto esfuerzo.
SUERTE Y PULSO. Hasta una próxima entrega…