Perdone Señor Rulfo, Luvina no es el lugar en el que anida la tristeza: era en mi abuelo ¿sabe? Mi abuelo era el principio y fin de toda nostalgia. Creo que usted habría hecho una gran historia de él. Yo, en cambio, no puedo siquiera dedicarle un par de frases con sentido…

Señor Rulfo, quisiera que me hubiera dicho si alguna vez sintió esta impotencia que yo vivo; pero no lo hizo y por eso creo que lo odio. ¿Sabe por qué más?, lo odio por contar a los personajes más desahuciados de la literatura y no preguntarse jamás por los que vivíamos con un Pedro Páramo en casa y no teníamos la habilidad para narrarlo. Lo odio Señor Rulfo, lo odio porque sus historias eclipsaron a mi abuelo.

Sí señor. Tal vez el silencio de sus personajes, los monosílabos y la terrible levedad hizo de sus cuentos los más grandes; pero, en la vida real, la impenetrable mudez del personaje era agobiante.

¿Quiere que le cuente?, mi abuelo adquirió la temperatura del mármol, ese que fue a buscar al desierto cuando perdió sus tierras. Tal vez ahí le aprendió a los monjes el hábito del silencio, pues en veinte años no se le cruzaron más de cuatro frases juntas y ni de chiste una carcajada.

Créame cuando le digo, entonces, que quisiera estar imitándolo, señor Rulfo, ya sé que a sus personajes tampoco les era fácil hablar y mucho menos reír; lamentablemente esta es una historia “deveritas”, como dicen en su país. Mi abuelo no tuvo suerte distinta que para fracasar.

Del mármol y del oro no supimos más.

Tal vez nosotros también fracasamos ¿sabe? Fracasamos por ser una familia de aguas tibias. ¿No cree usted que en el día de la muerte merece uno al menos ser profundamente amado o despreciado? Sin duda alguna, nosotros no estuvimos a la altura del viejo del que usted habría sacado tanto provecho para sus cuentos.

Sé que en sus refunfuñeos y vacilaciones había historias. ¡Ahhh! Pero para qué le voy a decir que si no estuviera muerto le preguntaría sobre su vida. No, no lo haría señor Rulfo. No puedo mentirle a usted porque esto no es como la literatura, esta es mi vida Señor, y aquí no caben las mentiras. Si mi abuelo estuviera vivo no le preguntaría nada.

Por eso lo odio Señor Rulfo. Cómo pudo usted llenar de poesía el aburrimiento y yo que tenía a mi abuelo enfrente –más complejo que todos sus personajes­­– no pude comprender nunca esas toses llenas de lágrimas, el tedio de una mano pegada hacía una eternidad a una mejilla de acordeón y la ira tímida que lo volvió escarlata para siempre.

Es que usted no entiende, Señor Rulfo, pues usted me robó el lenguaje. Después de usted ¿cómo narrar el silencio?, ¿cómo contar la soledad?, ¿cómo hablar de Comala equiparándola con una ramplona Manizales?.. no, no puedo…las palabras se las llevó toditas. ¡Usted es un ladrón de abuelos! y derechito me enterró a mí y a mis palabras con él. El español es suyo, le pertenece. Me declaro impedida para peleárselo.

Tampoco puedo pelear por el viejo ¿sabe? Ya es tarde para cualquier combate…