“¡Marica, cancelaron la carrera!”.  Fue el primero de los muchos mensajes que comenzaron a aparecer en WhatsApp el primer jueves de marzo, justo antes de entrar a una reunión en la cual ⎼por supuesto⎼ no pude estar sintonizado. Hace varios meses había tomado una decisión importante: iba a correr mi primera maratón. 42.195 kilómetros de puro y físico sufrimiento. Ese era mi objetivo, pero en ocasiones todo el universo conspira para que no se cumplan los sueños.

La aventura comenzó meses atrás, después de una charla sobre cómo tolerar la frustración. Parece que no soy muy bueno en este asunto. Al final de la parte teórica escribí en un pequeño papel amarillo algo que no había podido conseguir con éxito: “He intentado varias veces correr una maratón y no lo he logrado”, fueron mis palabras. El objetivo del ejercicio no era otro que el de encontrar un punto medio: quizás, en lugar de correr 42 kilómetros, debía fijar una meta más realista para mi edad y mi estado físico. ¿Pero dónde podría conseguir una carrera de 30k? No. No quería olvidar ese proyecto, quería superarlo y recordarlo toda la vida. No soy de los que se rinde así de fácil. No soy de los que deja las cosas a medias.

El entrenamiento comenzó cinco meses atrás. Un plan trazado al detalle en donde se definió las distancias y las velocidades a las que debía entrenar cada día, levantándome a las 4:30 de la mañana y la temida carrera de fondo de los domingos, que semana tras semana se hacía más larga y me dejaba cada vez más extenuado. Con el tiempo quedaron atrás las tres lesiones y el accidente que sufrí. A veces me sentía fuerte y con ganas de seguir adelante. Otras veces no lograba concentrarme y la angustia, acompañada del dolor se hacía más evidente. Pero siempre parte de mi ritual era imaginarme llegando a la anhelada meta. El tiempo era importante, pero mi objetivo principal era terminar la carrera. Correr mi primera maratón.

De acuerdo con el plan establecido, tres días después de recibir el mensaje (y un mes antes de correr la carrera) debía hacer un entrenamiento llamado “base”. El fondo más largo: 35 temidos kilómetros. De ahí en adelante, solo quedaba reposo, masajes y buena comida para recuperar el cuerpo antes del día pactado. Pero el mensaje lo cambió todo. Maldito coronavirus. Todas las carreras fueron canceladas. Toda mi preparación; tantos meses de esfuerzo, iban a parar en la basura. 19 semanas de entrenamiento intenso, 674 Kilómetros recorridos. Un par de tenis para botar a la basura. 114 días viendo el amanecer, saliendo de mi casa a la madrugada a un parque cercano, recibiendo el frío bogotano con una pantaloneta y una camiseta. Varios meses sin tomarme un vino, una cerveza. Mucho tiempo sin hacer las cosas que me apasionan. Maldito coronavirus.

Ahora tenía que tomar una decisión: ¿Iba a correr la “base”? No tenía sentido. Ya no iba a correr la maratón. A menos de que… ¿Y si corro mi primera maratón en Bogotá?

Kilómetro 0

Es domingo a las 4:30 de la mañana y me levanto a desayunar. Es necesario madrugar para dejar reposar el estómago antes de salir a correr. Además de algunos carbohidratos y fruta me tomo un gatorade que compré con anticipación. Aprovecho el tiempo para terminar alguno de los libros que tengo abiertos en el momento. Me baño, me pongo las gafas oscuras y salgo a calentar. No voy a tener hidratación durante el camino. No voy a tener comida. Nada de compañía. Busco una tula en la que solo atino a echar dos bananos maduros que más tarde me salvaran. Estoy listo. Me siento fuerte. Configuro mi reloj para 42 kilómetros. Tengo que hacer 84 clics y pienso que la aplicación está mal diseñada, al menos para las carreras largas. Ya es hora. Le doy ‘play’ a mi lista de reproducción y comienzo a correr.

Kilómetro 0-10

Los primeros diez kilómetros son los más fáciles. Conozco el camino. Tomo la calle 26 desde la embajada de Estados Unidos, hacia la séptima, encontrándome con varios puentes y deprimidos. No es un recorrido plano, pero ya lo he hecho varias veces. Este año he corrido varias medias maratones, siempre por la misma ruta. Solo un semáforo me hace detenerme unos segundos que aprovecho para tomar un poco del Gatorade que llevo en la mano. Continúo por la séptima hacia el norte. Es la parte fácil, una bajada de varios cientos de metros hasta el parque nacional me hace mejorar el paso y bajar cada vez mis tiempos. Me siento joven. Pienso en ti.

Kilómetro 10-20

Llego hasta la oficina ubicada en la calle 72, para bajar hasta la 15 y tomarla hacia el norte. Varios semáforos me abren el paso, dándome ánimo, siempre en verde. A lo largo del trayecto me encuentro con corredores concentrados en sus propios recorridos, a su propio paso. De vez en cuando me adelantan, otras veces me dejan pasar. Llego hasta la calle 116 y tomo a la derecha. Ahora es un terreno desconocido para mí. Siempre he girado a la izquierda, pero está vez necesito mucho más espacio para correr. Llego hasta la carrera 9ª y continúo corriendo hacia el norte. Veo algunos parques que me traen recuerdos, paro la mayoría de los lugares son completamente desconocidos. Veo la dirección y ya voy por la calle 140. Dentro de poco llegaré hasta la 170. Nunca he corrido tan lejos. El sol aparece y mi fuerza se acaba. Miro el reloj, ya te debes estar despertando.

Kilómetro 20-30

Tomo la 170 con dirección a la avenida Boyacá. Maldición. No hay ciclovía. Tengo que ir por el andén pegado a una ciclo-ruta. El piso es diferente. Es adoquín. Lo siento en mis rodillas.  Me sobrepasan bicicletas de todas las marcas y uno que otro corredor que por su apariencia no ha corrido tanto como yo. Se me está acabando la energía y todavía falta mucho. Me concentro en la técnica, en la música. Comienzo a dudar. ¿Y si no corro la maratón? ¿Y si no alcanzo ni a correr la “base”? Respiro profundo. Me duelen los pies.  Sigo hidratándome de vez en cuando pero el calor me está agobiando. No hay ninguna nube que me proteja. Es la primera vez que pienso en el fracaso. Sigo tomando Gatorade y me como el primer banano. Nunca había comido mientras corría. Me toca parar un momento para no atragantarme. Seguramente ya estás desayunando.

Kilómetro 30-40

Ya llegué a la Boyacá con 170. Me sorprendió un puente que no esperaba y me sorprendí nuevamente fuerte y con ganas de continuar. Pero las ganas no duraron mucho. Desde este punto, ahora regresando hacia el sur comienzo a observar cada vez más seguido mi reloj. El paso no es nada bueno. La distancia parece no aumentar. Me siento estancado, con los pies pegados al pavimento que se deshace con la inclemencia del sol.  Miro hacia el frente pero solo encuentro desesperación. Nunca he corrido tanto; siento que no puedo más.

Quiero llegar el menos a la base. 35 kilómetros. Un paso a la vez. La espalda me está matando, mi boca permanece seca y se está terminando el Gatorade. Podría parar, claro. Pero no quiero. Quiero saber hasta dónde puedo llegar. Interminables minutos de sufrimiento continúan. Ahora las preguntas son más audaces: ¿Para qué estoy corriendo una maratón? ¿Qué sentido tiene? Un paso a la vez. Un kilómetro la vez.

Sufro y siento que no puedo continuar. Ahora mi cuerpo no quiere moverse. Ya he superado los 35 kilómetros y mis piernas se rehúsan a hacerme caso. Para ellas todo ha terminado. Me dan ganas de llorar por sentirme tan débil. Debí haber puesto más cuidado en el curso sobre la frustración. Hago cuentas. Solo me faltan 7 kilómetros. Nunca he estado tan cerca. Y si paro, tendré que volver a comenzar. El sentimiento de volver a sufrir tanto me da un poco más de fuerza. Cuando la energía se acaba, y el cuerpo no puede más, lo único que queda es la voluntad. Y tengo mucha. Voluntad y disciplina. Sigo adelante. Corriendo despacio. Mi cuerpo reacciona. Llego nuevamente hasta la calle 26, ya estoy cerca de casa. Espérame un poco más.

 Cuando la energía se acaba, y el cuerpo no puede más, lo único que queda es la voluntad”.

Kilometro 40-42

No puedo más. Falta muy poco pero físicamente no puedo continuar. Trato de respirar y comienzo a mover los brazos. Las piernas los imitan y logro avanzar un poco. El tiempo ya es lo de menos. No hay una meta. No hay una medalla. No hay alguien esperándome al final. No es una carrera oficial. Vuelvo a sentir desaliento. Pero falta tan poco. Ahora, todos los corredores me sobrepasan y siento que andaría más rápido caminando. Pero quiero llegar hasta el final. Pienso nuevamente en ti. Creo que no he dejado de hacerlo desde hace más de cuatro horas.

Mi reloj vibra. 42.195 kilómetros. Curiosamente llego al mismo lugar en el que empecé. No siento nada. No siento alegría. No siento tristeza, ni emoción. Solo siento cansancio. Dejo de correr, pero ahora mis piernas siguen adelante, caminando, guiadas por la inercia. De pronto, como si estuvieran despertando, aparecen todos los sentimientos a la vez. Unas pocas lágrimas se abren paso confundiéndose con el sudor. Levanto las manos y grito fuerte. En la mitad de la ciclovía. La gente me mira. Un loco más. Sí. Soy un loco más, pero ahora soy un loco que corrió una maratón.

Soy un loco más, pero ahora soy un loco que corrió una maratón”.

Llego a la casa a contarte mi hazaña, pero no pareces interesada. He conseguido mi objetivo. Ahora solo estoy antojado de escribir esta historia y tenerla lista para cuando seas mas grande. Y claro, también estoy antojado de una cerveza.