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A quienes hemos sido víctimas de los aeropuertos, los gobiernos y las políticas del miedo,

Al final de este texto les comparto una buena columna de Daniel Samper Pizano sobre los atropellos que sufrimos los latinoamericanos, y especialmente los colombianos, en los aeropuertos del mundo. A todos aquellos que, como yo, se han sentido humillados e impotentes frente a un par de manos y un par de ojos de robot que todo lo atraviesan, tanto el cuerpo como lo que lo acompaña (y a veces pareciera que, así como nos relataba Orwell en 1984, también quisieran atravesar la mente para detectar algún gesto, algún pensamiento rebelde que hubiera logrado escaparse y dejarse ver), los invito a leer estas palabras que, tristemente, constituyen por lo menos una especie de apoyo moral y de confidencia entre todos esos seres humanos que, por haber nacido donde nacimos, tenemos que soportar que otros como nosotros nos juzguen y nos traten de entrada como a traficantes y delincuentes, y logren, muchas veces y por muy patético que esto sea, ponernos nerviosos y hacernos preguntar internamente por qué nos alteramos si no tenemos nada que esconder.

Es así de patético.

A mí me ha tocado perder un avión en Vancouver y tenerme que quedar un día más por las demoras en emigración; he tenido que soportar que la mayoría de las veces que viajo por fuera de Colombia, sobre todo en Estados Unidos y en Canadá, me interroguen largamente porque mi pasaporte fue robado a un camión de la agencia de viajes que lo llevaba a Bogotá para renovar la visa americana HACE MÁS DE 8 AÑOS, así tenga decenas de entradas y salidas del país después del condenado robo; he tenido que sonreírle falsamente a quien me interroga para que las cosas no se alarguen más de lo necesario y así mi frustración no llegue a apoderarse de mí; increíblemente, una vez llegué a sentir que un vacío me inundaba cuando, en Atlanta, mi computador portátil -que lo más importante que contiene son estos humildes textos, mi música y las fotos de mis buenos momentos- pareció darles a estos tenebrosos pero tristes seres una señal de que yo llevaba algún tipo de explosivos y sentí por unos momentos lo que era ser terrorista o, mejor, ser juzgado como tal sin serlo…En esa ocasión, finalmente y después de unos minutos eternos en los que nadie me explicó nada ni intentó tranquilizarme, después de haberme hecho cambiar de colores y maldecir hasta el cansancio lo que nos toca aceptar, me armé de valor para preguntarle a uno de estos seres, con una mirada aún más penetrante y llena de indignación, cómo diablos podía mi computador activar una alarma de explosivos, y él, muy tranquilo y sin afán alguno, me respondió que me podía ir y que eso podía pasar por muchos motivos como contacto con algún medicamento…

Sin comentarios. La úlcera es mía, el poder de ellos.

En fin, cada que entro en ese lugar amado por la sensación de libertad y de aventura que me produce pero odiado por la intrusión en mi privacidad y por la burla a mis derechos que es el aeropuerto de alguna ciudad del mundo; cada que me quito los zapatos y me veo obligada a pisar ese suelo frío y mugroso; cada que soy manoseada por cuanto extraño decide hacerlo sin poder decir ni mu; cada que mi cuerpo es violentado por rayos láser y por todo tipo de aparatos que, cada vez más, pretenden ver hasta mis huesos; cada que siento ese tonito autoritario de un pobre hombre o de una pobre mujer que se pasa la vida haciendo cara de amargado(a) e infundiéndole miedo a todo aquel a quien le habla para lograr destrozar sus nervios y sacar lo peor de él; cada que hago fuerza porque no me abran la maleta para que no me revuelquen lo que me pasé tanto rato organizando cuidadosamente; cada que llego de afán a revisar el candado de mi maleta para ver si no me lo dañaron y para tener que preguntarme quién me la abriría, qué me tocarían y si me robaron algo; cada que me encuentro nerviosa sin motivos; cada que observo las caras suplicantes de de cientos de seres humanos que, cabizbajos, responden ante esos jueces que parecen no tener ley; cada que algo me pita al pasar entre las famosas puertecitas y me toca correr a revisar mis bolsillos y a quitarme cuanta joya de fantasía lleve para que nadie me mire con cara de pavor -o con lástima-; cada que me descubro sintiendo rabia hacia ese uniformado que me habla sin mirarme a los ojos; cada que obedezco sin chistar cuando me ordenan estampar mi mano derecha y luego la izquierda en un escáner para comprobar que hasta la intimidad de mis huellas me ha sido robada desde hace mucho más de lo que hubiera creído; cada que le doy explicaciones a un extraño de con quién, para qué, hacia dónde y hasta cuándo voy; y, para concluir, cada que paso una vez más por esos momentos que solo quienes los han vivido pueden comprender, me pregunto en qué momento un planeta que es de todos llegó a convertirse en una cárcel en la que hay que pedir permiso para movilizarse, pagar por cada paso, ser examinado en cada puerta, dejar la mitad de lo que se pensaba llevar, mirar hacia abajo para no ir a ofender ni a levantar sospechas y dar explicaciones de cada movimiento o intención.

Aún no comprendo cómo es posible haya seres humanos que deseen conocer un pedazo de tierra de este planeta y sus deseos les sean negados por otros que no lo conocen ni tendrían por qué decidir a dónde van o no.

Me pregunto en qué momento los seres humanos accedimos a que así fuera y por qué ahora que hemos visto en lo que se ha convertido el mundo gracias a nuestro silencio no hacemos nada para cambiarlo.

Un mínimo respeto por la intimidad de cada ser humano y por su derecho a la presunción de inocencia tendría que estar por encima de cualquier “seguridad nacional”, ese peligroso concepto de seguridad nacional tan temido por Orwell…

*Este es el artículo de Daniel Samper Pizano:

Perforando nuestra paciencia

Por Daniel Samper Pizano

Taladros anónimos destrozan en las aduanas los paquetes postales y los objetos de los colombianos.¿Qué ley autoriza a romper sin pagar?
¿Se imagina usted los gritos que daría un italiano residente en Inglaterra si un día recibiera en el buzón su revista preferida perforada por crueles agujeros?

¿Se imagina los resoplidos que emitiría un inglés instalado en Estados Unidos si descubriera que alguien, durante el viaje aéreo, ha agujereado sus calzoncillos blancos, su chaqueta de gamuza o las blusas de su mujer?

¿Puede suponer las demandas que instauraría un gringo afincado en Alemania si, al abrir unos CD que ha comprado por internet los hallara destrozados por una máquina de inspección de la Aduana?

¿Sospecha los regaños que repartiría un alemán exiliado en España si se percatara de que los libros antiguos que le envía su hermano han sido horadados sin misericordia?

¿Calcula las malas palabras que lanzaría un español si se enterara de que la escultura casera que lo acompañó en su traslado a Francia presenta agujeros dignos de termitas atómicas?

¿Adivina los tratados filosóficos que escribiría un francés si alguien se atreve a barrenar una lata de foie gras?

¿Alcanza a captar la guerra que se armaría si cualquiera de los anteriores atentados los perpetraran las autoridades de un país del Tercer Mundo contra un ciudadano europeo o norteamericano?

No. Es difícil imaginarlo, porque uno supone que estas cosas no ocurren en Europa y Estados Unidos. Y es verdad. No ocurren. Salvo que se trate de colombianos y, me temo, otros inmigrantes de América Latina. Lo digo porque me consta, no porque alguien me lo contó. En dos largas décadas como inmigrantes colombianos en España, mi mujer y yo hemos visto de qué manera los taladros anónimos pero omnipresentes, ilegales pero eficaces, nos han destruido decenas de objetos: hemos perdido ropa que aparece agujereada, discos quebrados como si fueran de cristal, libros a los que les han hurgado el alma, una pequeña escultura que nos regaló el maestro Edgar Negret hundida por la carcoma de acero, bocadillos y arepas atravesados por diminutos túneles: milagrosamente nunca se vació en la maleta alguna lata de ariquipe, pero sí ocurrió más de una vez con cremas de belleza y potingues de mi mujer, que inundaron con sus líquidos viscosos los regalos que esperaba la familia.

Hace poco recibí una revista colombiana y descubrí que la modelo de la portada tiene tres ombligos: uno bidimensional, de nacimiento, y otros dos, en 3-D, por cortesía de los perforadores antinarcóticos de algún país. ¿Cuál? No lo sé. Nunca llegamos a saberlo las víctimas de estos pequeños y humillantes atropellos. Cuantas veces intenté quejarme, me derivaron hacia la Policía más lejana. Si protestaba en Madrid, culpaban a la de Colombia. Si en Colombia, a la de Estados Unidos. Si en Estados Unidos, amenazaban con deportarme. Yo creo que el prurito perforador acompaña a todas las autoridades de países donde residen suramericanos.

Está claro que buscan droga, por supuesto. Cualquier paisano lo deduce, a menos que le hayan trepanado el cráneo y vaciado el cerebro buscando cocaína en el sombrero. Y está claro que quienes nada debemos no nos oponemos, en absoluto, a que se abran nuestros correos, se inspeccionen nuestros equipajes, se revisen nuestros envíos, se examinen página por página los libros que nos llegan, se sometan a escáneres, radiografías y resonancias magnéticas los objetos que llevamos o nos llegan, tal como ya se hace con las personas castigadas con determinados pasaportes.

Pero no así. No de esta manera que destroza los artículos sin que nadie responda ni indemnice. Apuesto a que no tratan de igual guisa las cosas de un alemán, un norteamericano, un inglés, un canadiense, un sueco, un noruego, un francés. Tampoco las de un español, un portugués o un italiano. Ni siquiera las de un griego. Dudo, incluso, que aquello que, según ciertas películas, les hacen a los presos en las cárceles turcas lleguen a hacérselo a un paquete postal o una maleta.

Pero con los latinoamericanos no importa. Es más: para ellos también vale el tratamiento de las cárceles turcas. Sé de inocentes viajeros a quienes no solo les han perforado revistas y comidas, sino maletas costosas que quedaron como un colador. No me extrañaría que pronto supiéramos de compatriotas a quienes les perforaron el apéndice o el peritoneo.

Insisto: que miren lo que quieran y que encarcelen a quienes porten sustancias ilícitas. Problema suyo. Pero propongo algunas normas básicas de civilización. Primero: que se identifique la autoridad perforadora, para saber con quién entenderse. Segundo: que se haga con cuidadito, como el puercoespín y la puercoespina, sin destrozar ni arruinar las cosas. Tercero: que indemnicen cuando destrozan o arruinan. Y cuarto: reciprocidad. Es decir, que los equipajes, suscripciones, órdenes postales y demás objetos que envían de países desarrollados a emigrantes ricos reciban exactamente el mismo tratamiento que los despachos a los emigrantes latinos en el exterior. Es decir, en caso de duda, taladrar.

Quién sabe: a lo mejor un día perforan el maletín de un suizo, y rueda por los suelos, en forma de chorro incontenible, todo el dinero hurtado en América Latina por los corruptos, los dictadores y las crisis económicas. ¿O es que para este tipo de inspecciones no se ha inventado taladro?

http://www.eltiempo.com/culturayocio/credencial/perforando-nuestra-paciencia-por-daniel-samper-pizano_7681368-1
www.catalinafrancor.com

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PERFIL
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Catalina Franco Restrepo, periodista y traductora colombiana, magíster en Relaciones Internacionales y Comunicación de la Universidad Complutense de Madrid, es una apasionada de la vida, los viajes, las palabras y las historias de lugares y personajes que va encontrando en sus recorridos y que la inspiran para escribir. Pasó un tiempo como practicante en CNN en Atlanta, ha colaborado con CNN en Español como corresponsal de radio en Colombia, con la W Radio como corresponsal en Medellín, ha sido editora de revistas en el Taller de Edición y actualmente colabora escribiendo para diferentes medios nacionales e internacionales, es traductora, y tiene el blog OJOSDELALMA www.catalinafrancor.com. En Twitter es @catalinafrancor

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