Mi mamá asegura que mi primer amor fue la pecosa –apelativo como se conoció al balón de fútbol en el mundial Mexico 78 debido a su color blanco y negro en formas hexagonales- pero en verdad siempre será mi profesora de transición, Julia. Ella me dejó cuando pasé a primero así que con el corazón roto seguí con la pecosa que no me partiría el corazón, eso pensaba.

Nadie en mi familia es fanático al fútbol, nadie tiene talento para los deportes, nadie es hincha del América de Cali o de cualquier otro equipo, nadie se emocionó cuando Claro empezó a transmitir Win Sport y nadie es moreno-canela, excepto yo.

Mi padre, que entiende poco de fútbol, me acompañó a todos mis entrenamientos hasta que aprendí a andar solo en bus o bicicleta. Madrugábamos al parque de la Florida cuando era un niño que soñaba con ser futbolista, después al centro de alto rendimiento cuando jugué con Santa Fe, allí dejé el sueño de todo niño futbolista de ser el 10 del equipo, y me convertí en “El zurdo” lateral izquierdo de la defensa. En estos momentos podría haber sido la solución de la selección Colombia en ese puesto.

Con 15 años empecé a entrenar todos los días y a jugar con gente más grande. Los meses pasaban y me hacía un espacio en Santa Fe, eso pensaba yo, pero el técnico decidió sacarme dos días antes de empezar la temporada por falta de cupos. La verdad era que no cumplía los tres requisitos para ser jugador de fútbol en Colombia: tener un conocido o papá ex jugador o dirigente, ser negro y medir más de 1.75 a los 15 años.

Dejé Santa Fe y me presenté a una convocatoria para formar parte de un equipo que jugaría el torneo del Olaya en Bogotá dirigido por Finot Castaño, primer técnico en ganar un campeonato suramericano Sub-20 para Colombia. Otra vez el ser futbolista profesional parecía posible, hasta que me partí el brazo, fractura de cubito y radio, el día antes de empezar el primer partido del torneo.

Después de nueve meses de recuperación me presenté a una convocatoria para un equipo que jugaba liga de Bogotá y el torneo nacional Sub – 20, pasé y volví a creer que sería futbolista.

Todos los días entrenábamos con mi nuevo equipo, en ocasiones dos veces al día, y al final con los más cercanos tomábamos gaseosa con pan en la panadería frente a la cancha donde lo hacíamos. Era el momento para hablar de cualquier tema, en realidad casi todo era de fútbol, el técnico era uno de nuestros temas favoritos por su forma de hablar chistosa, ateísmo y la manera en que decía groserías, además de que nos parecía un poco gay.

Éste señor de más de 60 años siempre decía que debíamos ver fútbol pero no en la televisión, sino en las graderías para observar los movimientos de los jugadores y así aprender. Una tarde yo decidí hacerlo y me quedé con él y tres jugadores del equipo después de un partido que jugamos en las canchas del San Carlos en Bogotá.

Fue el peor partido que vi en vida. Mientras yo trataba de concentrarme en los movimientos de los jugadores, el técnico comenzó una charla absurda y extraña. Aseguraba que muchos jugadores de fútbol eran gays, que una forma de despejar la mente antes de un partido era tener sexo con hombres, además de ayudar en el rendimiento del jugador.

El ataque fue por varios flancos. Mis tres compañeros del equipo decían que eso era cierto. Daban testimonio de pasar la noche en la casa del otro y dejarse meter el dedo por el culo para motivarse y descargarse antes del partido del día siguiente.

Era momento de irnos. Caminamos a la salida. Me despedí de la mano con mis compañeros. Traté de hacer lo mismo con el técnico y él en vez de agarrar mi mano y soltarla como una despedida normal en Colombia, la besó agregando: “Jaimito, piense en lo que le dijimos”.

Recuerdo los días siguientes como un acoso silencioso y constante del técnico. Miradas, comentarios e insultos que camuflaban propuestas indecentes. Aguanté todo porque quería ser futbolista. Estuve cerca, lo juro, fui observado en un partido contra Equidad por Ramiro Viáfara, técnico encargado de la sub 20 después de que Lara tomara la selección de mayores. El mensaje de Viáfara para mí fue que debía seguir trabajando, que era joven para entrar a una convocatoria Sub-20 pero que tenía todo para llegar.

Lo intenté, resistí acosos en silencio porque si contaba en mi casa pensaba que me harían salir del equipo. Me presenté en otros pero cambiarse era imposible, mis derechos como jugador de fútbol pertenecían al equipo donde jugaba, al técnico que hablaba de forma chistosa, a mi acosador.

Mis obligaciones con el equipo iban hasta final de ese año pero yo no aguanté tanto, simplemente dejé de ir a entrenar, de mirar fútbol, de jugar con mis amigos, de querer a la pecosa.

No sé si se puede decir que caí en depresión pero durante un año no jugué, hablé o miré algo relacionado con el fútbol.

Siempre me quedará la duda de si pude haber hecho algo más. Qué hubiese pasado si le contaba la historia completa a mi mamá, o tan siquiera alguna parte a mi papá. Sin embargo esta etapa me dejó algo… un sueño frustrado y una violación a mi sueño.

Los que me conocen saben que sé todo acerca de la pecosa, que cuando estoy frente a un televisor estoy en canales de deportes, que lloré cuando vi a mi equipo descender, que grito y digo malas palabras cuando estoy viendo un partido, que los penaltis prefiero verlos solo, que odio a Messi así sea el mejor del mundo, que Jackson Martínez es un pecho frío, y ahora saben que hubo un año en el que odié a la pecosa.

PD: El señor técnico sigue entrenando en la cancha del barrio Normandía. A una cuadra de la calle 53 por el banco Bancolombia, y a dos de la Avenida Boyacá.