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Durante los últimos 50 años, la gestión colombiana y mundial alrededor de las drogas se ha basado en dos dimensiones principales: 1) Prohibición de sustancias psicoactivas al interior de la sociedad y 2) Guerra interinstitucional contra los carteles y productores de drogas ilícitas, siendo ambas dimensiones, a todas luces, grandes fracasos que deberíamos reflexionar con pragmatismo y así poder explorar nuevas perspectivas desde las cuales abordar el asunto en cuestión que tanto mal nos ha generado.

 

Desde la dimensión de la Prohibición, el fracaso es demostrado por las cifras de consumo, que indican tendencias históricas al aumento y una gran problemática de salud pública global. En Colombia, con los principales Estudios Nacionales de Consumo de Sustancias Psicoactivas de los años 1992, 1996, 2013 y 2020, se evidenció que el consumo de marihuana, cocaína, bazuco y opiáceos aumentó desde el 0,8 % de la población en 1992, hasta el 1,6 % en 1996, luego al 3,6 % en 2013 e íbamos en el 4 % (2 millones de personas) en el 2020 antes de iniciar la pandemia; todavía no hay cifras oficiales pospandemia aunque lo más probable es que hayan aumentado, en concordancia con el aumento del 30 % de personas en el país que expresaron sufrir de estrés, ansiedad, insomnio, miedo y abuso de medicamentos de acuerdo al estudio de Salud Mental realizado por el DANE en 2021.

 

En Estados Unidos y Europa, los mercados más rentables de consumidores de drogas ilícitas que se producen y combaten con guerra en Colombia, la tendencia es similar. De acuerdo al Informe Europeo sobre Drogas 2022, durante el último año, en promedio, el 2,6 % (7.5 millones) de personas adultas de la Unión Europea consumió drogas ilícitas, mientras que en el año 2016 esta cifra era del 2,25 % de las personas adultas. En Estados Unidos la situación es más crítica, ya que de acuerdo al estudio Monitoring the Future 2021, el 43 % de los adultos jóvenes reportaron consumo de drogas ilícitas, un aumento significativo con relación al 34 % de cinco años antes (2016) y el 29 % de diez años antes (2011).

 

Además, la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes JIFE, alertó sobre el aumento de muertes por sobredosis en Estados Unidos, que en 1970 eran de uno por cada 100.000 estadounidenses, mientras en el año 2000 alcanzaron las seis muertes por cada 100.000, en el año 2019 las 20 muertes por cada 100.000 habitantes y en el 2021 alcanzaron las 30 muertes por cada 100.000 personas. Claramente, a nivel local y global, la prohibición del uso de drogas psicoactivas no solo no ha ayudado a la disminución del consumo, sino que pareciera que lo fomenta, al generar naturalmente mercados ilícitos controlados por el crimen organizado cuyo incentivo es vender la mayor cantidad posible y controlar los territorios donde operan; la prohibición para disminuir el consumo ha sido un fracaso absoluto.

 

Desde la dimensión de la guerra interinstitucional contra las drogas, el fracaso también es estrepitoso, soportado con cifras en Colombia y Latinoamérica. Para empezar, la guerra se enfoca en los eslabones de la cadena dentro de los países productores, afectando también a los más vulnerables como a los campesinos, que no tienen más caminos viables de subsistencia en muchos territorios y solo ganan el 1,2 % de la utilidad completa del negocio (Mejía y Rico 2014), dejando en segundo plano a los eslabones fuertes dentro de los países consumidores que se quedan con el 70 % de la utilidad completa y organizan la distribución a gran escala en sus ciudades capitales como Miami, New York, Los Ángeles, Madrid, Londres, Berlín, entre otras. Los muertos en la guerra infinita y fracasada los ponemos aquí y allá se consumen todo cada vez más y se quedan con la mayor tajada del negocio invisibilizada.

 

Solamente en Colombia, de acuerdo a la Oficina de Washington para América Latina WOLA, entre 1996 y 2016 Estados Unidos invirtió cerca de 10.000 millones de dólares para esta guerra inútil, donde el 71 % se destinó para gasto militar directo (es también un buen negocio para la industria de guerra) con un saldo aproximado de 150.000 muertos entre vidas de erradicadores, combatientes militares y policiales, líderes sociales que denuncian y asesinan, enfrentamientos entre bandas por control de microtráfico, sobredosis, etc. Además, cifras oficiales expuestas por el exsenador Iván Marulanda señalan que entre 2005 y 2015 el costo de erradicar cultivos ilícitos con glifosato fue de 8,8 billones de pesos anuales; esos 88 billones de pesos perdidos durante el decenio equivalen al presupuesto del Ministerio de Agricultura en 55 años. Absurdo.

 

En todo el mundo, durante los últimos 50 años, distintas estimaciones calculadas por Human Rights Foundation indican que Estados Unidos ha invertido entre 640.000 millones y un trillón de dólares en la Guerra contra las Drogas (que por obvias razones también significa que algunos han ganado mucho dinero ejecutando estas políticas fracasadas, como Monsanto al proveer el glifosato que usan en la fumigación de cultivos ilícitos y los políticos y agentes corruptos) con resultados decepcionantes cuando se observa que la producción mundial de cocaína pura ha saltado desde las 1.000 toneladas/año durante los años setenta hasta las 2.000 toneladas anuales en el 2021 según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito ONUDD. Incluso, esta guerra propicia cada vez más que los productores aumenten y sofistiquen sus métodos de producción y laboratorios químicos, con lo cual ahora son capaces de producir más cocaína con menos cantidad de hoja de coca, disminuyendo así el impacto de la erradicación y aspersión de cultivos, que claramente no ha funcionado tampoco.

 

La Guerra contra las Drogas es uno de los mayores fracasos políticos mundiales de los últimos 200 años y quién aún insista en esos caminos está intentando convencernos de que la tierra es plana. Tengamos certeza absoluta sobre esta realidad, porque solo desde su aceptación sin rodeos podrán abrirse nuevos caminos en la búsqueda de soluciones a este flagelo, tanto desde la sociedad, como desde los gobiernos.

 

Aún no sabemos cuáles puedan ser las nuevas estrategias más efectivas contra el flagelo de las drogas porque hasta ahora el país se va a atrever a probar experimentos de nuevas políticas, sin embargo, para buscar caminos exitosos debemos partir de una nueva forma de entender la situación y así salir de la bicicleta estática, adentrándonos ahora a los orígenes creadores de su realidad enmarcados, por un lado, en la relación natural de los humanos con plantas y sustancias psicoactivas desde la mismísima edad de piedra, con fines recreacionales, terapéuticos o ritualísticos, que solo pueden abordarse por una educación consciente, abierta y transparente, desde los colegios y las familias, sin tabúes ni prohibiciones ni ideologías anacrónicas, y así poder entregar las mejores herramientas a nuestros niños y jóvenes para que tomen decisiones positivas y maduras respecto a su mente y su cuerpo, y así no vivir efectos los negativos en su adultez.

 

Por otro lado, debemos entender también que la situación de aumento de consumos de drogas y adicción nace desde un problema espiritual interior bastante profundo cuando el ser humano, agobiado por vivir los paradigmas superficiales, materiales, sociales y de consumo de capital inconsciente y vacío propios del Siglo XXI, no logra encontrar completamente su centro y sentido de vida pleno natural (ni es consciente de ello), con lo cual acude a métodos exteriores como las drogas para salirse de vez en cuando de su realidad de sufrimiento diario y solitario hacia una ilusión aparentemente placentera, que es momentánea, pero que en nada sana el desespero que vuelve a sentir cuando está de nuevo en su día a día agobiante, solo y sin drogas.

 

El problema real parte de una situación espiritual que posteriormente crea la demanda por una droga y allí entran los mercaderes con la oferta, y esto ninguna arma policial, prohibición ni violencia puede solucionar.

 

Adenda: Alcohólicos Anónimos, la organización internacional más exitosa en la lucha contra la peor de las drogas, el alcohol, entendió desde el inicio que debía abordar sus métodos partiendo desde un nuevo descubrimiento espiritual de cada ser humano, y de allí nació su éxito. Este tipo (y cientos diferentes) de exploraciones espirituales en la sociedad, junto con la educación consciente preventiva desde la misma edad infantil, la legalización y revalorización de las vertientes benéficas de las plantas especiales (como la medicinal y nutricional de la Hoja de Coca) y el desarrollo social real de aquellos eslabones más vulnerables de la cadena de las drogas, como los campesinos, es lo que podrá abrir la oportunidad para un mejor mañana en esta guerra absurda, perdida y fracasada.

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