Cuando salgo del trabajo en las tardes, generalmente tomo una buseta que atravesará el ya complicado tráfico de Bogotá y que me llevará a mi hogar sana y salva (en teoría). En el lugar donde la abordo, afortunadamente está todavía desocupada, o mejor dicho con algunas sillas libres y es ahí donde me siento. La buseta, que no entiendo porque a estas alturas de la vida, tiene solo una puerta por la que deben subir y bajar los pasajeros, empieza a recorrer la carrera quince y poco a poco cada uno de los cansados personajes que quiere ir a su casa se sube.
Ya pasados unos minutos, empezamos a escuchar esa frase que dice: «Háganmen el favor y se corren pa’tras, hay espacio», que proviene de un conductor agobiado por el tráfico, pero feliz hablando por celular diciéndole a su mujer que ya casi llega, lo que hace que le imprima al viaje, un toque de velocidad.
Los pasajeros atrás amontonados, no entendemos por qué el señor conductor no utiliza su mecanismo ultrasecreto de ampliación de buseta, o porque él mismo no viene atrás y nos informa de que manera se supone que cabemos más de los 50 pasajeros que ya estamos allá. Al no tener acogida su propuesta, empieza a frenar de forma brusca y poco a poco todo el «ganado», perdón, las personas se van acomodando quién sabe cómo.
A esto, debemos sumarle la señora que va parada, que aunque se baja de última, se estaciona al lado de la primera banca o la puerta, se abre de patas, se agarra de la cabecera de la silla, saca cola , y de ahí no hay quien la mueva. Además de esto, se pone brava cada que alguna persona, que si necesita salir, le pide que se mueva y siempre contesta: «¿Qué le pasa a este, animal, no cabe o qué?», cuando es ella quien ocupa, por sus anchas caderas y su estática posición, el 80% del paso de circulación.
Por último, en esta tierra de contrastes, tiene una desagradable costumbre, que se relaciona con la necesidad de estar recogidos en los espacios, que trae como consecuencia no abrir las ventanas y cosa que impide el flujo normal de aire y que hace, que además de hacer un poco denso el ambiente, poco a poco, alguien pierda el sentido por falta de respiración.
Esta reflexión, es solo para plantear una realidad que creo que es ajena a nuestros dirigentes en las decisiones que se toman, pues creo que Samuel, actual alcalde de Bogotá, en su vida se ha subido a una buseta de estas, pero más aún, me preocupa esa brecha de desarrollo que tenemos los colombianos, por ejemplo, cuando aumentamos en gran nivel nuestra conectividad, pero no podemos garantizar que las personas tengan un buen nivel de vida.
Se plantean propuestas de desarrollo, que pocas veces son integrales y que aumentan las brechas sociales. Queremos que nuestras empresas sean más productivas, les entregamos herramientas de comunicación para que sus clientes los conozcan y ahorren tiempo y dinero, pero, una vez salen de su casa, deben demorarse dos horas en llegar en un transporte que no ofrece garantías de seguridad y que hace que ese mundo mágico de las telecomunicaciones que optimiza su vida laboral, se vaya al traste y no se refleje en mayor calidad de vida en su entorno habitual.
Con esto lo que busco es analizar que si podemos desarrollar muchísimas ventajas con la evolución de la tecnología, deberíamos tener un reflejo similar en otros aspectos como en algo tan elemental si hablamos de transporte público. La pregunta final sería: ¿De qué le sirve a uno tener una conectividad que va a mil, si cuando sales de la oficina y quieres llegar a la casa te demoras toda una eternidad?
Ana Cecilia Mejía
Directora administrativa
Corporación Colombia Digital
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