Anunciamos con bombos y platillos la inauguración de cosas enormes, como la Refinería más moderna de la región; al dejar pasar los días, las noticias nos sorprenden con enormes actos de irresponsabilidad, falta de planeación y corrupción; recordándonos que el país está lleno de elefantes blancos, que fueron hechos para ser admirados, pero que al final son inútiles por su propia historia.
Esto inevitablemente me hace pensar en La Naranja, La Naranja de Botero, de Fernando Botero. Ese cuadro que reposa en el Museo Nacional en Bogotá y que nos recuerda constantemente que nos encanta hacer cosas gigantes y presentarlas al mundo como lo más maravilloso del momento, pero que, en realidad, no es otra cosa que una naranja gigante, simple, inútil, sencilla y que pese a estar madura y fresca, por dentro está podrida y comida por un gusano que se asoma tímidamente.
Nunca he sabido el sentido de Botero al pintar esta obra, pero siempre que la veo pienso esa falacia de nuestra identidad, en esa tristeza de nuestra política, donde hacemos obras enormes y grandilocuentes, que no son nada más que algo simple hecho enorme y que nacen podridas por la corrupción, y se nos venden como enormes soluciones a problemas simples; como nuevas, pese a nacer muertas y como la salida al final de túnel, pese a ser, en sí mismo, un nuevo problema.
Este gigantismo de la política en que vivimos, parece ser un rezago de la historia medieval y sus catedrales, que tenían como fin mover la economía y emplear personas, y dejar una enorme construcción vacía para adorar a un Dios que se presentaba como incomprensible. También puede ser algo de la necesidad faraónica de construir pirámides para ser eternos, pero no en un más allá, sino en un “más acá”, y que todos recuerden que ese bodrio de construcción enorme e inútil, la hizo algún político y dejó su nombre en letras de molde en la inauguración.
Lo más triste, no son las obras enormes y el continuo desfalco a las arcas de Nación, y el inevitable futuro que nos arrebatan, por robarnos en el presente los recursos para solucionar los problemas del mañana, sino como la gente en la calle verbaliza este dogma continuamente, al decir que ese político no hizo nada, porque no dejó ninguna obra hecha, perpetuando así el mito y la necesidad de estas obras inútiles.
Cuando me siento frente al cuadro, siento ese dolor, esa podredumbre, ese olor a político corrupto, que es aplaudido por una multitud ignorante, mientras piensa qué hará con ese dinero y sueña cómo seguirá avanzando en los escalones de poder del Estado. En vez de reconocerse como ese gusano, ese pequeño gusano que sale de la naranja, y darse cuenta que él es el que pudre al país, el que lo roba, el que nos mantiene perpetuamente en la ausencia de desarrollo, por malgastar los recursos en pendejadas grandilocuentes.
Les comparto esta reflexión, porque el arte está para ser sentido, y si mi sentir es correcto – o por lo menos algunos lo comparten – esa naranja, La Naranja de Botero que yace inmóvil en el Museo Nacional de Bogotá, es quizá un símbolo incomparable, porque si se pintó por este motivo que describo, quedó eternizada en un museo para recordarnos que esa es el alma de nuestra historia y que en el fondo sabemos que así deberían acabar todos los gusanos: colgados en la pared de una cárcel, para que todos los puedan ver y señalar como los que se robaron la Nación, nos quitaron el futuro y borraron la sonrisa de nuestro rostro.
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