Una de las grandes herencias de siglo XX es el relativismo general. Ya no hay verdades absolutas, definiciones estáticas o recetas intocables. Todo puede ser revisado, repensado, redefinido, reescrito, revivido.

Por eso nos decimos católicos, pero católicos relativistas, porque solo tomamos lo que nos sirve de la religión, como aparte de su dogma y muy poco de sus normas. Lo mismo pasa con nuestro rol como ciudadanos, como padres, como hijos, como contribuyentes e incluso como amantes. Algunos podrán decir que es egoísmo más que otra cosa, pero me parece que nos gusta redefinir la cosas según nuestra conveniencia.

Como humanos escribimos leyes, no para cumplirlas, sino para buscar la solución a un problema que ya pasó, y desde ahí condenamos a los demás a seguir esa norma, porque un día alguien hizo algo indebido o que no nos gustó.

Queremos ser únicos, pero iguales frente a ciertas cosas, y que si es posible que nos traten mejor que a nadie. Esta curiosa inconsistencia, nos lleva a pedir la cárcel para un corrupto, pero que el policía no nos multe por cometer una infracción e incluso lo sobornamos para evitar la sanción; criticamos la policía que golpea a un manifestante, porque tenemos la idea de que la fuerza pública, solo debe usar la fuerza contra los criminales y no contra los manifestantes, así estos estén bloqueando la vía y la vida de muchas personas, e incluso agredan a los agentes de la ley.

Es como si viviéramos en dos mundos al tiempo: el deber ser y el de mi parecer. Creyendo que la policía debe cuidarnos de mal, pero no debe actuar contra aquellos que parecen débiles, así sean criminales; le pedimos a los demás que respeten la fila, pero continuamente buscamos la forma de hacer trampa y evitar la pérdida de tiempo que causa el respetar el tiempo del otro.

Esta ambivalencia llega incluso a debates profundos como la tolerancia por la homosexualidad, la política, la religión y el fútbol, donde pedimos ser respetados por nuestros pensamientos, pero agredimos a los que piensan diferente a nosotros. Quizá no los golpeamos como un escuadrón de SMAT, pero nuestros actos y lenguaje los lastiman continuamente.

La verdad, es que nadie tiene la razón, porque la verdad per se no es clara y por ende no se puede defender una idea, porque esta depende del punto de vista de cada uno. Esto conlleva a que pidamos ser diferentes, que nos traten como iguales, pero no le damos esos mismos derechos a los demás. Rápidamente condenamos al prójimo por pensar diferente a nosotros, quizá por el temor de darnos cuenta que estábamos equivocados, o que simplemente existe una forma diferente de hacer un ajiaco.

Por eso, debemos dar el paso de reconocer que el mundo es como es, no como es nuestro parecer. Que los demás piensan diferente a nosotros, y que quizá los diferentes somos nosotros, y al no respetar las ideas ajenas, inevitablemente irrespetamos las propias.

Queremos todo igual pero único para nosotros, y eso así no funciona. El mundo es diverso, y seguirá siéndolo inclusive más; quizá por eso la pregunta “ellos son como nosotros, o nosotros somos como ellos” de Quino, es cada vez más vigente.