La vida me ha convertido en un hombre madrugador, porque al levantarme siento que deambulo en el espacio entre los sueños y la realidad, y las ideas fluyen más fácilmente. Algunos prefieren quedarse hasta tarde y terminar con sus labores, con el cansancio del día y la creatividad del tiempo límite.
Cuando me levanto de la cama, apago el despertador que casi nunca ha sonado, y camino lentamente a la cocina a preparar el café. Mientras está, leo por encima los titulares de los diarios, para saber que pasó en el mundo y qué nos podría deparar para hoy, pero siento que me hace falta ese sabor amargo en los labios, que me recuerda que el mundo es más agridulce que las noticias.
Vuelvo a la cocina, y mientras camino, siento ese aroma particular de hogar, de leña, de trabajadores satisfechos. Mi nariz se llena de una promesa de energía y de ese calor, que alguna vez se definió como un cálido abrazo que te hacen desde adentro. Lo sirvo suavemente, y dependiendo el día le pongo leche e incluso azúcar, pero últimamente solamente lo veo caer en la tasa, y llevo a mi boca su más puro sabor, esa sensación agria, cálida, tierna, sensual, que ha conquistado al mundo desde hace muchos años.
Ese café de la mañana es un cómplice compañero, que acompaña la lectura, permite que las palabras fluyan y nos da ese enorme regalo de pasar del mundo de los sueños, al mundo donde debemos hacerlos realidad. Ese café de la mañana, que lo tomo entre cantos de copetones, y el último rayo de la luna que entra por mi ventana, me acuerda de ella, de esos mágicos momentos que hemos vivido, de esas pasiones encendidas, de las miradas sin palabras, de los roces sin permiso.
Ese primer café del día es algo como mágico. Es una estampida de emociones que nos inunda y nos consiente a la vez, permitiéndonos ser consientes cada vez más. Es la forma que he encontrado de recordar el beso de mi madre y padre al amanecer, y esas suaves caricias que me hacían hasta lograr despertarme y que, al entrar a la ducha, el agua caliente me abrazaba y me permitía comenzar el día con el cariño de ellos y de los pequeños detalles de la vida. Ese café me recuerda mi casa, mis padres, mi vida.
No sé si algún día deje de tomarlo, pero si sé lo que me pasa cuando no lo hago. Es como sentir todo el día que algo falta, que estás incompleto, que no te han dado el beso de buenos días, y tus labios entristecidos añoran el agrio sabor de esa semilla amarga que nos endulza el paladar. Es como andar sin energía, sin cariño, con la tristeza a cuestas; y cuando ves un café, te emocionas y te dejas ir sin remedio, a vivir el placer de su beso, que cautiva sin pretensiones.
No sé qué sería de mí sin ese café, sin este café que levanto mientras escribo. Seguramente mi vida seguiría, pero no tendría ese cariño del recuerdo, ese beso robado a mis pensamientos en la madrugada, ni mucho menos esa cálida sensación de cariño y amistad que me deja.
Miro por la venta y día comienza a cambiar, la luz del sol inunda el estudio y me levanto nuevamente a la cocina porque la tasa de café está vacía, pero yo no he calmado mi ansia de ese sabor y sé que falta mucho por hacer y leer, y lo necesito conmigo.