Por más de 20 años he tenido el honor de transmitir conocimiento a otros, y en cada momento que lo hago, siento ese escalofrío que pasa por la espalda, al conocer la responsabilidad de ser un profesor, y el día que uno comprende esa responsabilidad, nuestra vida cambia profundamente.
De niño fui alumno, y pocas veces comprendí por qué los profesores me pedían hacer lo decían, como hacer planas repetitivamente o hacer muchos ejercicios de lo mismo, como si quisieran que las cosas las hiciera más mecánicamente que otra cosa; me demoré mucho en comprender por qué debía saber del Imperio Romano o el número de Avogadro, y sin duda, me costó mucho aprender la importancia de la historia de mi país, sobretodo, que cuando comencé a entenderla, entendí muchas cosas que pasan hoy.
Tuve el honor de tener tremendos maestros como Luis Eduardo Pardo en el Emilio Valenzuela, que me regaló el amor por las matemáticas; a Juan Carlos Echeverry, quien me dio Teoría Monetaria en la Javeriana, y que no dejó que me venciera un enfermedad y me enseñó a luchar por el conocimiento; el Maestro Guillermo Hoyos, que con su sarcasmo y exigencia, me llevó por el mundo de la filosofía y los valores; y el humilde Ronald Inglehart, que me guio por el camino del estudio de los cambios culturales, al enfrentarme con los propios cambios que había tenido mi vida.
Pero no escribo esta carta para honrar a mis profesores evidentes, sino a aquellos que causan ese escalofrío en la espada; a esos, que son su silencio y ojos curiosos o dubitativos, hacen que cada segundo de clase sea una prueba de fuego, porque se comprende el sagrado rol de ser profesor.
Me refiero a mis alumnos. Esas personas que confían en uno, y en los conocimientos que decidimos compartirles; en esos jóvenes que se sientan frente a nosotros, dispuestos a aprender y creyendo lo que decimos en cada momento, probándonos con preguntas, hipótesis, refutándonos continuamente; esos alumnos que reciben lo que hemos aprendido de diversas maneras, y que lo reciben generosamente, pero cada vez nos piden más.
No recuerdo muy bien cuándo fue la primera vez que sentí el escalofrío, pero sí uno que sentí hace pocos meses, cuando mi salud me jugó una mala pasada y no pude ir a clase, y no tuve cómo avisarles. Es como si el cuerpo doliera por dentro por faltarles a la palabra de entregar lo aprendido, y recibir de ellos todo su conocimiento. Ese día, no solo estuve enfermo, estuve profundamente dolido por incumplirles.
No soy un profesor de planta, ni dedico mi vida a esto; más mi padre –que también tuvo la oportunidad de ser profesor– me dijo alguna vez: un buen día, es cuando al acostarte sabes que has aprendido algo de alguien y enseñado algo a otro. Desde ese día, he intentado vivir con ese lema, y mis clases en las diversas universidades donde tengo la oportunidad de departir con mis alumnos son el espacio mágico para esa receta, porque el gran secreto que tenemos todos los profesores del mundo, es que cada día aprendemos de nuestros alumnos, y por eso vamos a clase llenos de ansiedad y temor.
Temor, porque enseñar es una de las responsabilidades más grandes del mundo. No es pasar conocimientos de una cabeza a otra, sino lograr que esos conocimientos generen conocimientos nuevos en otras personas. El saber es dinámico, y esto nos reta cada día, porque sabemos que mucho de lo que afirmamos en clase, en menos de 5 años será tan obsoleto como cualquier tecnología del mismo tiempo.
Y sin embargo, sentimos una enorme ansiedad porque nunca sabemos qué va a pasar en la clase, qué pregunta surgirá, qué duda saldrá al juego, qué refutación nos hará temblar nuestras bases conceptuales, qué presentación nos mostrará que en ese curso hay alguien superior a nosotros, pero solo con menos experiencia. Cada clase es una aventura sin comparación, donde al ponernos enfrente del curso, no somos los que mandamos en el salón, sino el centro de atención de muchas mentes ávidas de conocimiento, que no se quedarán con hambre en el proceso.
No sé si soy profesor o maestro, porque siento que ni profeso un dogma, ni tengo la maestría para enseñar sin errores; solo soy un conducto del conocimiento y la experiencia para las personas que la vida me ha puesto en frente y que tengo el honor de dictarles lo aprendido, y cumplir con la idea de mi padre. Mas esto solo es posible si al entrar al salón de clase comprendo que ellos serán mis maestros, que me enseñarán cosas que yo no sé, experiencias que no he vivido, momentos que nunca soñé y me regalarán un poco de su vida para compartir el bello arte del saber y del compartir cosas.
Por eso les escribo hoy a todos los que dicen haber sido mis alumnos y a los que dicen que lo serán, porque la verdad, ellos han sido mis maestros, y por eso hoy les deseo un feliz día, y solo les pido que sigan propagando el saber por doquier, y que nunca dejen de preguntar cosas, leer textos, vivir experiencias y tomar riesgos, porque el conocimiento no se adquiere sentado en una silla, sino en movimiento.
Gracias y Feliz día del Profesor a todos mis alumnos del Cesa (en especial al 39a, ese curso que me vio enfermo, y sin saberlo en él, encontré nuevamente mi vida e inspiración), Los Andes, EAFIT, ICESI, Universidad de Barcelona y Universidad de Nueva York, y más aún, a todos aquellos que aún no me han dado clase…