El café ya no es el mismo. Su hermoso cuerpo y ácido sabor, ha cambiado para satisfacer a algunos que lo desean, pero que no quieren vivirlo plenamente. Es como si algunos quisiesen tomar la vida hasta donde les parece y tomar de los demás solo lo que le sirve.

Eso no tiene sentido, un café tiene que ser cafeinado. Un arequipe no puede ser light, ni una morcilla baja en calorías. Estamos confundiendo el sentido mismo de las cosas, bajo la premisa de vivir en un mundo donde las cosas se ajustan a nosotros, perdiendo su propia esencia.

Sé que debemos cuidar nuestra salud, y que el café tiene efectos fuertes en nuestra vida, pero no por nada es una de las semillas más valiosas del mundo, con historias que incluyen guerras entre países por tenerlo y madrugadas para servirle el café a la persona que amas.

En algún momento, después de la leyenda de aquellas cabras que corrían agitadas por el oasis después de comer las semillas de café, alguien decidió comenzar al mezclar el tostado polvo del grano con otras especias aromática como el cardamomo o incluso la yerbabuena; no contentos con esto, le pusieron leche, azúcar, panela, brandy, e incluso chocolate, y hoy vemos miles de variedades de formas, en que el café nos sirve, dejándose transformar según nuestros propios gustos y deseos, para maquillar nuestra verdadera necesidad de sentir ese sabor agrio que nos carga con una energía propia y mágica.

El café es el café y punto. Es la compañía silenciosa que nos besa desde una taza y nos da un abrazo desde adentro, recargando nuestra alma, alejando nuestras preocupaciones y como tocándonos el hombro para darnos fuerza para seguir el día.

Millones de personas en el mundo comienzan el día tomando una taza de café, y viendo al amanecer, mientras piensan como será la jornada que se avecina y que, de un momento a otro pasa de ser compleja y pesada, a simple y realizable.

Él se ha dejado combinar con todo y ha soportado todo tipo de vejámenes que se le han hecho, pero calla triste y silencioso al ver cómo le quitamos su alma, por el simple embeleco que tiene hoy el mundo de adaptar las cosas a las personas, para disfrutarlas superficialmente.

Lo mismo ha pasado con los libros, la poesía, las películas, las tertulias, las miradas, los poemas, las cartas, el arte, los momentos e incluso la familia, que se volvieron superficiales y someras, dejando atrás su alma y origen, para acomodarse a los problemas de las personas, porque el médico dijo algo o la moda dicta nuevas tendencias.

La vida se debe vivir intensa, pura, clara y sencillamente, y esto parte de disfrutar las cosas como son. El café tomado sin azúcar y recién hecho tiene un alma mágica, un sabor agrio, un aroma dulce y abrigo de cariño eterno.

No quiero ser purista, ni decir que no le pongan azúcar al café, pero sí que se den la oportunidad de probarlo si ella, porque las cosas son como son, no como queramos que sean para que las podamos saborear según nuestros gustos. La amistad es como es, aceptando al amigo con sus defectos y perversiones, no pidiéndole que hoy sea menos intenso ni mucho menos un poco más dulce.

Es triste ver cómo una persona, llena de definiciones de lo que el mundo debe ser para ella, llega a un café y pide un capuchino descafeinado, con leche deslactosada y le pone aspartame, como diciendo quiero un café robusto y romántico, pero efímero y sin alma.

El mundo ha caído en ser descafeinado, somero, superficial, sin sabor, homogéneo. Hemos acomodado tanto el mundo a nosotros, que se parece más a nosotros mismos, que al mundo mismo.

Disfrutemos un café puro, sin azúcar, de un grano recién tostado, y recordemos a la inmensidad de su historia, de nuestra historia, de la historia de cada uno.