El mercadeo es una nueva ciencia social que está moviendo los cimientos del mercado; ha causado serias reflexiones en los economistas, porque han visto cómo la escasez y la calidad de vida se solucionan más con propuestas de valor, que con la ley de la demanda y la oferta; a los financieros, los tiene asombrados el poder de la marca para generar caja en las organizaciones; los psicólogos han creado toda una línea de investigación para comprender lo que hace el consumidor; e incluso, el tema ha sido tan potente, que ha permeado la política.

El mercadeo no es una cosa de poca monta. Por el contrario, cada día más sus beneficios se notan en la cotidianidad, como en la industria de medicamentos, donde solo en 60 años, se transformó al mundo. O bien en las telecomunicaciones, donde en menos de 30 años el mundo dejo atrás las premisas del tiempo y el espacio, volviéndolas relativas. Sí, mucho de esto es gracias a las mentes de la ingeniería, pero su expansión y contagio hubiese sido imposible sin el mercadeo de estos productos.

Si bien es una ciencia joven, es una ciencia noble que ha puesto nombre y definiciones a cosas que se han hecho por años, buscando unificar las técnicas y metodologías del pasado y del presente, para poder consolidar el proceso científico en ella, y convertirla en un esquema repetible, asegurable y constante en el devenir del mundo empresarial.

Como es evidente, soy un marketero apasionado y comprometido, y por eso les escribo esta carta. Estoy muy preocupado con un fenómeno que veo que se repite sistemáticamente en la gente que me dice que ha estudiado mercadeo, o que por lo menos tomaron un curso en su universidad, o mejor aún que dicen que les gusta este hermoso oficio.

No me voy a meter en el dilema de si el mercadeo sirva para vender o no, o si este debe buscar generar rentabilidad en las empresas o satisfacer cada vez más al consumidor. No, mi preocupación es más profunda, y la he podido ver desde el privilegiado puesto que la vida me ha dado.

Los jóvenes marketeros sufren de ausencia de contexto, de historia, de futuro. He hablado con varios de ellos sobre el pasado del mercado, sobre la historia de las marcas, el proceso de construcción de las empresas, sobre las campañas del pasado, los productos que ya no están, las cosas que antes se hacían, y sus ojos me miran con una mirada vacía, como si no supieran de qué les hablo. Por algún motivo, no conocen la historia de su mercado, y en muchos casos, ni la su suya propia.

Menos saben del contexto. No se preocupan por lo que pasa en su barrio, localidad, ciudad, país, planeta, galaxia y universo. Una simple pregunta como «¿cuantos pesos dan por un dólar?», o «a cuánto está la tasa de referencia del Banco de la República?», o «¿qué tasa de IVA tiene un producto?», conlleva a respuestas que dejarían callado a más de uno, porque en muchos casos es un simple “no sé”, sin ningún tipo de vergüenza o sonrojo.

Y ni se les ocurra preguntarles por el futuro, porque las respuestas solo se centrarán en la tecnología y la conectividad; sin considerar cosas fundamentales como la demografía, el cambio climático, las cargas culturales o las redefiniciones de las ciencias exactas.

Por algún motivo, estamos pecando al dejarlos pasar sin saber nada. Se puede decir que es culpa de la casa, del colegio, del sistema; pero la verdad, es que los dejamos salir de nuestras aulas, sin que sepan más de su pasado, presente y futuro, y de cómo las cosas que hoy existen no se dieron espontáneamente, como el creer que los smartphones fueron hechos por los jóvenes, cuando realmente fueron creados por personas que hoy tienen más de 50 años o ya han muerto.

Con algo de envidia veo la ciencia política, porque les enseña a sus estudiantes a pensar, comprender, unir puntos, analizar más allá de lo obvio, y al final proponer políticas públicas para mejorar la vida de las personas; a estos estudiantes no sólo se les ha enseñado el pasado, sino la riqueza que hay en él y cómo el conocer la historia es evitar la condena de su repetición, o lo contrario.

Es momento que hagamos un alto en el camino y pensemos sobre esto, porque estamos dejando pasar mentes brillantes por las universidades, llenándolos de ambición y soluciones, sin darles un piso concreto en el que puedan sostenerse y mantener sus ideas. No les pido que hagamos clases de historia de Colombia, ni de ciencia, ni mucho menos de constitucionalidad, sino que pongamos en el contexto del pasado, presente y futuro ese conocimiento que se nos ha entregado, para darles a las nuevas generaciones de marketeros el soporte para el cambio.

Quizá suene algo poético, iluso o romántico, pero cuando veo que un joven que dice que ama el mercadeo, no sabe hace cuánto se escribió la constitución de su país, quién es el ministro de comercio, qué es un tratado de libre comercio o qué era un matinée, la desilusión es tal, que no solo se comprende porque proponen lo que proponen, sino que fácilmente se evidencia que son personas de corto plazo.

No se puede hacer mercadeo sin conocer el mercado, y el mercado no nació ayer, ni mucho menos renacerá con las ideas del hoy. El mercado, las personas, las empresas tienen historia, y no han llegado a estar donde están en solo unos días. Es necesario volver a escuchar lo pasado, tener los ojos abiertos en el presente y la mente en el futuro.

Por eso les escribo, para pedirles que demos un paso más allá; que busquemos la forma de estimular en estos jóvenes el sentido de construcción, porque muchos de nosotros sabemos que andamos sobre hombros de gigantes, pero ellos creen que son gigantes sobre los que se construirá un nuevo mundo. La humildad ante el pasado, la prudencia por el presente y el respeto por el futuro son las claves del buen mercadeo, y estamos a tiempo de fundamentarlas.

Nota: esta carta es una reflexión que nació de la muerte de Alvin Toflfler, y que me recordó una pregunta que me hizo cuando lo conocí: ¿qué de hoy no se había pensado ayer?

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