Cuando la gente de Social Planning me pidió un texto para difundir en la comunidad de los planners, pensé muchos días sobre que escribir porque mi conocimiento no es muy fuerte en el área de planeación de agencias, aunque he tenido algunas contadas experiencias en el proceso con algunas agencias amigas, y allí descubrí varias cosas que parecen no estar siempre presentes en los procesos de planeación que me llamaron la atención y hoy deseo compartirlas.

Casi siempre la planeación de una campaña o la estrategia de una marca comienza desde el cliente y no desde el consumidor, lo cual lo comprendo porque es él quien contrata, pero claramente lo hace para satisfacer al consumidor, y por diversas razones éste queda de último en la ecuación, ya que casi siempre es más importante vender más por medio de un cambio en su comportamiento o cambiar alguna percepción en su cabeza.

El consumidor es al final el beneficiario de las empresas, y por ende satisfacer las necesidades del consumidor es el objetivo final de toda organización; en este punto es donde el afán de las metas nos hace desdibujarnos de nuestro objetivo y por ende obtener logros de corto plazo que resultan insostenibles en pocas semanas.

Quizá la pregunta obvia para mi es ¿Por qué consumo eso?, y no ¿Quién me consume?, ¿Quién me compra?, ¿Cómo hago que me compren más?, o ¿Cómo hago que piensen de otra manera de mí?, ya que de esta pregunta puedo desprender toda la estrategia que necesito. Sin duda la aproximación parece obvia, pero lleva implícitos muchos conceptos fundamentales que algunas veces quedan arrumados junto a los libros que hemos leído, subrayado y nos han inspirado.

El comprador no es el consumidor. Este concepto tan simple es quizá uno de los errores más grandes en muchas de las estrategias, ya que nos enfocamos más en el canal que en el objetivo: sin duda en la venta de pañales parece obvio que el comprador es la mamá y el consumidor, él bebe; pero la verdad es que la mamá es consumidora de bienestar, tranquilidad y confianza, y siempre la presentamos como una proveedora y no como una receptora de beneficios.

El consumidor no compra. Si bien puede ser la misma persona la que compra el producto que va a consumir, es claro que el momento de compra no es el mismo que el de consumo, y esto hace que las decisiones sean completamente diferentes; por ejemplo cuando se compra una prenda de ropa, es claro que la decisión tiene que ver con el producto y el precio, un descuento, el vendedor, la tienda, la marca y otra gran cantidad de variables relativas al fenómeno comercial; más cuando ese comprador se convierte en consumidor, su selección de producto es completamente diferente, porque ya no se refiere a los productos en el almacén o la góndola, sino a aquellos que tenga en su armario o despensa, y cuando escoja que prenda ponerse, lo hará en función de los atributos del producto, la marca, el nivel de cumplimiento de la promesa y el vínculo con el producto, pero no por el precio (o el monopolio causado como en el caso de un televisor); así, es claro que el marketing marca una clara diferencia sobre lo comercial, dejándonos ver que el consumidor no compra y por lo tanto el proceso de venta hacia él no puede ser transaccional, sino claramente conceptual y focalizado a la satisfacción de necesidades directas y complementarias y al estilo de vida de cada persona. Eso es lo que llamo una compra de precio cero: la elección de un producto por el consumidor en el entorno limitado de sus decisiones previas de compra de su entorno, y esto es fundamental de comprender, porque escoger la camisa azul y no la blanca dice mucho más de una persona, que el precio de la camisa.

Todo producto y servicio es durable. Hemos caído en el error de pensar que los productos se eliminan y esto no es verdad. Para el comprador el producto o servicio se debe comprar en alguna frecuencia determinada, bajo la premisa de la eliminación física del producto o la necesidad de continuar con el servicio; más el consumo de cualquier producto lo convierte en un servicio, ya que tiene la función de satisfacer una necesidad primaria y un número diferente de necesidades complementarias, como es el caso de un carro, que si bien tiene la función obvia de la movilidad, también de seguridad, intimidad, identidad, diferenciación, inversión e incluso sexualidad entre otras necesidades conexas. Por esto considerar que un producto se puede eliminar es incorrecto, ya que la experiencia con el producto se vincula en nuestra memoria de manera permanente, y esto es un espacio fundamental en el ejercicio del marketing. Un buen ejemplo de esto puede ser un chocolatina, que si bien tiene un precio bajo y una marca reconocida, tiene una capacidad de experiencia enorme si se le regala a la persona amada, al punto que algunos guardan el papel de la envoltura por años. Así, un producto de consumo frecuente, se convierte en un bien durable emocional y este concepto permite definir estrategias de largo plazo, y comprender los acervos positivos y negativos acumulados por una marca en los últimos años.

Toda estrategia debe educar. Toda estrategia debería tener educación al comprador y al consumidor, con el fin de asegurar la promesa que hace, pero eso se olvida de manera continua, suponiendo que las personas saben de nuestro producto tanto como nosotros. Cada pieza de comunicación de un producto o una marca, debe enseñar al público objetivo a aprovechar al máximo el producto adquirido (porque no siempre es comprado) para cumplir con su promesa, y así controlar el riesgo de no hacerlo. Un excelente ejemplo de esto es Familia, que siendo una marca de papeles para la familia, ha logrado en el tiempo comunicar como usar sus productos, logrando conciencia en diversas audiencias, al punto de reducir los tabúes sociales sobre la higiene femenina y la incontinencia urinaria.

De uno u otro modo estos 4 obvios conceptos los pasamos por alto comúnmente en las estrategias que creamos para posicionar una marca, lanzar un producto o cambiar un comportamiento, y por eso los resultados no son los esperados, sino simplemente los necesarios.

Una buena forma de abordar esto, es pensar que todo producto es un servicio (lo cual es cierto pero casi nunca lo tenemos presente), y aprender del mundo de los servicios, donde se debe cumplir la promesa todos los días y se actúa en función del servicio postventa, lo cual es fácil de comprender en ropa y carros, pero muy poco común en apartamentos o en vegetales, porque no hemos creado una cultura de servicio, y a veces se nos olvida que consumimos para satisfacer nuestras necesidades y que como público objetivo de la compañía no solo debemos ser los beneficiados del cumplimiento de la promesa sino su grandes embajadores como seguidores que seriamos si estuviéramos altamente satisfechos, pero como ocurre en el caso de los colchones, pasamos cerca de un tercio de nuestra vida sobre ellos, y olvidamos su marca, sus cuidados y el esfuerzo que hicimos para comprarlo, pero cada uno tiene un vínculo emocional enorme sobre él, y por eso nos cuesta tanto dejarlo ir.