No sé si fue Dios, la evolución o un simple golpe de fuerte el que nos dio las cosquillas. Ese sencillo juego, con el que hacemos reír a las personas y en que nos convertimos en niños por un momento, y dejamos que la emoción, la diversión y la alegría se apoderen de nosotros.
Muchos podemos hacer cosquillas y sentirlas, algunos no, quizá por algo físico o porque no mente no se los permite de alguna manera. Para mí, como papá han sido una herramienta maravillosa para ver a mis hijos reír, al punto que Valentina anoche se paró amenazante en el marco de la puerta del cuarto de Enrique (su hermano menor), al oír que le estaba haciendo cosquillas a Él, y me dijo: “a mí no me has hecho cosquillas hoy”.
Creo que las cosquillas son miles de sonrisas que tenemos acumuladas en el alma y que las llevamos a los dedos tan rápido, que la tocar a otra persona, hace que explote en carcajadas. A muy pocas personas no les gusta que le hagan cosquillas, lo que es triste, porque es una de las formas más bellas y simples de soltar una carcajada sin control en el momento correcto.
Deberíamos recibir una dosis de cosquillas a la semana, porque quizá puede ser más necesario que el sexo o un momento de descanso, silencio o soledad, no solo porque libera una gran cantidad de cosas buenas para nuestro organismo, sino porque es simplemente delicioso.
Escribo esto para recordarnos que ser niños es un deber que tenemos día a día, y las cosquillas son un bello boleto a la niñez.