Pedíamos una condena, una venganza y un espectáculo mediático, como si fuéramos una muchedumbre del medioevo con ganas de quemar a la bruja en la plaza del pueblo.

El caso es novelesco: un joven de las casas ancestrales de la Guajira, es encontrado muerto en un caño en Bogotá, la noche de Halloween, después de haber estado en una fiesta de disfraces, con los hijos de las más encumbradas familias capitalinas. En su momento, todo apuntaba a que era desde un suicidio, hasta un asesinato propinado por los escoltas de uno de los jóvenes involucrados; los chismes, opiniones, puntos de vista y análisis de todos llenaron las redes sociales, los titulares de los medios y las conversaciones de los cafés. Todos tomamos posición sobre quién había matado a este joven, y por esto cuando sale una juez y dice que no fue asesinado, inmediatamente nos quedamos con la idea que la justicia falló una vez más, que el poder compra lo que puede y que somos unos simples pendejos en el teatro en que se ha convertido la vida.

La novela es perfecta y más parece una creación antológica mexicana, de esas donde un personaje de la provincia, que busca llegar a la capital, se enamora de una joven de la clase alta y aristocrática, y por este atrevimiento termina muerto en una antigua quebrada de los barrios de la clase alta capitalina.

Quizá movidos por el deseo de venganza que tenemos atorado en el pecho, de ver como unas clases dirigentes han abusado del poder y se han burlado muchas veces de nosotros y la justicia, esperábamos que el peso de la ley cayera sobre estos jóvenes, como vengando todas las atrocidades que pensamos se han dado en el pasado. Pero la justicia habló, y dijo que no había sido un asesinato, y que los funcionarios de medicina legal y el mismo fiscal, habían querido defender una verdad que no existía.

Dejando las pasiones atrás, los deseos de venganza e incluso los celos que nos carcomen por dentro, al ver la riqueza y poder de otros, realmente es posible que no haya sido asesinado, pero en nuestro afán de ver cómo caen los poderosos, públicamente todos condenábamos a esos tres jóvenes, sin siquiera haber estudiado el caso, pese a que habían indicios tan claros, como que el fiscal estaba juzgando a dos niñas por coautoría impropia de un homicidio, un cargo tan rebuscado como el cohecho propio de Yidis Medina.

Hoy nos queda difícil aceptar esa verdad que nos presentan, porque significa aceptar que nos equivocamos, y que nos dejamos influenciar por lo que alguien en quien confiábamos nos dijo como cierto, pese a ser solo una hipótesis o una simple versión de los hechos: la verdad, es que no nos gusta estar equivocados.

Hoy no sabemos cómo murió ese joven, y muchos aún pensarán que fue un homicidio que fue sepultado por la fuerza del poder, y otros ya opinan que quizá –solo quizá– la acusación es parte del dolor de sus padres, por no entender cómo pudo haber muerto su hijo y el pensar que alguien es responsable, le da algo de sentido a su muerte, mucho más de un accidente.

De todo esto queda una lección enorme y espantosa: aún somos una masa de crédulos que creemos lo primero que dicen y que pedimos la hoguera pública para alguien, sin haber existido el debido proceso, porque los medios presentan hechos incompletos, muestran indicios como pruebas y dejamos que las posiciones personales sin fundamento inunden nuestras cotidianidades. Recuerdo que hace varios años, John Sudarsky, un gran investigador colombiano, decía que sufrimos de FENOVAL (Fe en Información No Valida), y que por eso creíamos todo lo que nos dijeran, sobre todo si era una noticia terrible o tenía que ver con las altas esferas del poder, como si estuviésemos condenados a vivir bajo el yugo del precepto que “una mentira repetida mil veces, es una verdad”, o, “miente, miente, miente, que algo queda”. La sombra de Goebbles – el encargado de la propaganda Nazi – se cierne continuamente sobre nosotros.

No solo matamos a Colmenares, sino que seguiremos matando. Nuestra ansiedad de encontrar culpables, vengarnos y exigir una justicia violenta y dura en poco tiempo nos está llevando a olvidar los valores fundamentales de la sociedad en que aceptamos vivir: justicia no es venganza, la culpabilidad debe ser demostrada y la vida es el valor principal de nuestra cultura. Pero, nos interesa más vengarnos de quien creemos que nos hizo mal, que el inocente debe demostrar su inocencia y que matar o violentar a otros es justo y correcto.

Los últimos meses han sido ejemplos críticos sobre esta actitud de masa exacerbada en las redes sociales, debido a diversos fenómenos que han llevado al país de una polarización a otra, llevando a discusiones pasionales y sin sentido en muchas conversaciones personales. Desde la posición por el voto del plebiscito, el salvaje asesinato de Yuliana Samboní, la apertura de las corridas de toros y los hombres que les pegan violentamente a sus parejas. Todo esto no solo nos muestra los profundos problemas de violencia que tiene nuestra sociedad mucho más allá de la guerrilla, sino que nos deja ver esa necesidad de venganza y hambre de un espectáculo mediático violento, donde queremos llevar a las personas a la hoguera, como si estuviéramos en medioevo.

Por esto, lo repito: todos matamos a Colmenares, porque sin saber la verdad, nos dejamos llevar por unos indicios pobres y opiniones sin pruebas, y de manera colectiva definimos una verdad sin fundamento, que causó un vacío más en la historia violenta de Colombia, donde pudimos haber transformado un triste accidente, en un homicidio novelesco de las clases dominantes, para evitar el ascenso de la gente humilde la provincia.

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