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“… si un hombre (o una época) ve el centro de la seducción femenina en los muslos, ¿cómo describir y definir la particularidad de semejante orientación erótica? Improvisó una respuesta: la longitud de los muslos es la imagen metafórica del camino, largo y fascinante (por eso los muslos deben ser largos), que conduce hacía la consumación erótica; en efecto, se dijo Alain, incluso en pleno coito, la longitud de los muslos brinda a la mujer la magia romántica de lo inaccesible.
Si un hombre (o una época) ve el centro de la seducción femenina en las nalgas, ¿cómo describir y definir la particularidad de semejante orientación erótica? Improvisó una respuesta: brutalidad; gozo; el camino más corto hacia la meta; meta tanto más excitante por ser doble.
Si un hombre (o una época) ve el centro de la seducción femenina en los pechos, ¿cómo describir y definir la particularidad de semejante orientación erótica? Improvisó una respuesta: santificación de la mujer; la Virgen María amamantando a Jesús; el sexo masculino arrodillado ante la noble misión del sexo femenino.
Pero ¿cómo definir el erotismo de un hombre (o una época) que ve la seducción femenina concentrada en mitad del cuerpo, en el ombligo? …”
Con este texto abre Milan Kundera, “La Fiesta de la Insignificancia”, dejándonos una profunda reflexión sobre el lenguaje del vestir, la sensualidad, el erotismo, la necesidad brutal de la sexualidad, su romance y su caminos en el cuerpo.
Alain ve a las jóvenes en pantalones, negando ese camino, largo, elegante, mágico a una promesa de pasión y entrega, y lo que ve son ombligos expuestos, como usando el vientre como un nuevo lenguaje de seducción y de invitación de las mujeres; o quizá, simplemente es una moda, donde por el calor, es mejor vestirse así, y o tal vez, es un poco más de la necesidad de mostrar que tienen una juventud y cuerpo perfectos.
La mujer es un libro de seducción increíble y maravilloso, que no se limita a un simple camino, largo camino a su vientre, sino a miles de formas de llegar a él, que comienzan en una mirada, y pueden seguir por medio de palabras sin roces en el oído, y descolgarse con una suave caricia por la espalda, o hincándose con respeto, frente a ellas sumiso, desde sus elegantes y torneados tobillos.
Nos gusta sentirnos seducidos por ellas. Mas sabemos que su vestir no es una invitación continua al mundo de la pasión, pero sí del deseo y de la admiración; saben sentirse deseadas, admiradas, observadas, y les encanta. Viven una fase brillante del erotismo, con un lenguaje propio de autores del pasado, que roban letras y miradas de Safo, de Octavio Paz, del Márquez de Sade y de la sutil poesía de un joven enamorado.
Se visten para ser poesía, prosa andante, erotismo continuo; recordándonos (y recordándose) que la belleza femenina, no solo es para llamar la atención del hombre y de los demás, sino para sentirse ellas seguras de sí mismas. Por eso, una mujer no se viste para seducir, sino para que la admiremos, deseemos, respetemos y dejemos que nuestra mente, desde el más sentido respeto, hasta la más profunda perversión, fluyan en silencio y dibuje imágenes irrecuperables.
Comprendo el debate de Alain; el ombligo es un reto complejo. Pero creo, que se ha enfrascado en una concepción limitada de la sensualidad para el hombre (o la época).
Las faldas dibujan (no invitan) a ese camino, largo camino; los pantalones ceñidos, muestran esa brutalidad de lo directo; los escoten confunden entre la sensación noble de la maternidad, con esa agitación que producen sus formas; pero poco se habla de dos trayectos más nobles y elegantes, que sin ser genitales, pueden producir escalofríos en ellas, y enloquecernos con verlos fijamente.
Me refiero a ese camino que comienza en la nuca y finaliza cuando nacen las nalgas. Ese cuello, que llama a rozar con la punta del dedo, el origen de sus palabras y sus gemidos; ese largo elemento, que da la elegancia a la dama en todo lugar, y la hace ser noble y respetable, y que sabe fundirse en arcos increíbles en el momento de entregarse.
Y la espalda, esa hoja de piel, que espera ser llenada de palabras suaves, elegantes y sinceras, de amor o pasión, deseo o admiración, o simplemente de un grito endemoniado. La imagen de una espalda descubierta, con la seguridad de bello vestido en la noche, o una ligera blusa en el mar, hace que el pensar en el deseo, sea un sentir más erótico y noble, que un simple hecho de pasión.
El cuello es quizá la mirada más profunda que tiene una mujer, y por muchas razones la contemporaneidad lo ha desechado, pese a que en el pasan todas las emociones y lenguajes de un alma noble, que encadena sabiamente a un demonio que solo se puede liberar, con las palabras precisas, el momento indicado, la luz requerida y el roce furtivo. Ese cuello, es el camino más lejano, más difícil, el reto más complejo. Une los labios con la intimidad, atravesando un camino de piel eterno, extenso, largo y enloquecedor…
Por eso comprendo el quebranto de Alain, porque a veces parece que ese lenguaje de la piel de la mujer, se ha perdido en la inmediatez y en la necesidad de llamar la atención y darles seguridad, y de alguna manera se ha olvidado ese poema que usaban con sus ropas, para dibujar un camino para aquel, que ellas saben que no tiene la llave de sus cadenas, pero que si estás dispuestas a dárselas, si saben tomar el camino indicado para encontrarlas.
Impactante, atrayente, deseable… perturbador
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