Al ver tanta sangre que se ha derramado por cosas que se han escrito, los escritores sufrimos de miedo de escribir.
Escribir es rápido, puede ser un acto de minutos, pero pensar lo que quiere decir puede llevar días de reflexión y años de formación, deformación, culturización, adoctrinamiento, rebeldía y puertazos en la cara.
Se cometen errores de redacción, de ortografía e incluso de redundancia en las palabras, pero no se hace porque se escriba de afán, o se escriba mal, sino porque simplemente se cumple con la norma que dio de William Forester: “Push the key”.
En mi vida he escrito y publicado 17 libros, más de 40 artículos científicos indexados, miles de columnas y casi 365 entradas a este blog, y en cada una de estos textos no solo se deja el alma, las ideas y las concepciones, sino que se expone uno al mundo, a ser debatido, criticado, aplastado, regañado, malinterpretado y pero aún, aplaudido.
Escribir no conlleva más responsabilidad que la de poner en orden una serie de ideas que divagan en la mente. Publicarlo, es otra cosa; porque en nuestras sociedades, donde aún el libro es un elemento sacro, lo que quede impreso es una “verdad absoluta” para muchos, pese a que en muchos casos el escritor lo publicó para causar un debate, lanzar un idea, sacar a muchos de su letargo o simplemente porque se le dio la gana.
No me considero un escritor, porque gracias a muchos escritores es que mi vida se ha nutrido de ideas, pensamientos, confusiones, complejidades y ese mar de preguntas que deambulan en la mente a media noche, o en la mitad de una conversación muy aburrida.
Lo que sí he aprendido es que escribir es un acto noble, y publicar un acto de valientes.