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Mucho me enseñó ese viejo Pepón. Se reía de mí diciendo que él era el alcalde y yo Don Camilo, y desde allí discutimos de política, que sin duda era su pasión, y quizá era uno de los que más comprendían la colombiana.

Lo conocí a comienzos de siglo, en unas curiosas reuniones que hacíamos en mi casa, con el fin de conformar el sindicato de caricaturistas colombianos. En la sala, Betto, Pepón, Grosso, Garibelo, Palosa, Álvaro Montoya, Rodrigo Guerrero, el Maestro Calarcá, entre otros, discutíamos como lograr que el mundo de la caricatura en el país fuese un trabajo respetable y rentable, debate que siempre terminaba en acaloradas discusiones políticas o fuertes debates sobre cómo hacer las cosas, o bien, las hacíamos en el apartamento de la preciosa Consuelo Lago, que siempre nos brindaba uchuvas para estas tertulias.

Gracias a Pepón comprendí dos cosas fundamentales de los caricaturistas: solo tienen una viñeta para contar su opinión, y por eso, no van a perder el tiempo andándose con rodeos. Sus libros de caricaturas, son quizá los mejores libros de historia política colombiana, a la par de los del Maestro Osuna y Vladdo, donde los caricaturistas nos cuentan su punto de vista de lo que está pasando en el país.

Uno de los mitos que se oyen de Hernando Santos, es que algún día dijo “prefiero una buena caricatura, a muchas columnas de opinión”, dejando ver la relevancia de esta forma de opinión editorial, y la contundencia que imprimen y debe tener.

Debo aceptar que por estas relaciones, me puedo considerar un caricaturista frustrado; no solo por la falta de talento para el dibujo, sino por la total ausencia de ironía, sarcasmo y crueldad que ellos tienen, porque sin tapujos dan su opinión, como si hubiesen olvidado que es ser políticamente correctos, o simplemente porque quieren ser políticamente incomodos.

Ese maestro que se fue, es un gran ejemplo de cómo una persona mayor fue capaz de reinventarse continuamente, cambiar de tecnologías, adaptarse a las condiciones del mercado, pero nunca sacrificar su espíritu.

Seguramente era más liberal que conservador, como casi todos los artistas (a excepción quizá de Osuna y Montoya), pero esto nunca fue talanquera para dibujar si ninguna piedad el elefante de Samper, con el que disfrutó por varios años e hizo sufrir a muchos.

La generación de hoy no lo conoce, porque Betto, Bacteria, Matador y Vladdo tienen hoy el reconocimiento, pero en los ochentas y noventas, este flaco señor, dio las peleas políticas más duras de su momento, acompañado de Grosso, Guerreros y otros que se compartían las páginas de los diarios nacionales del momento. Estoy seguro que para muchos fue un maestro, amigo y mentor, porque si bien tenía sus momento de cascarrabias y resabiado, también los tenía de generosidad y paciencia, donde compartía lo aprendido y lo vivido más allá de sus viñetas.

Los caricaturistas son seres extraños. Tiene posiciones políticas extremas y pese a que uno puede discutir con ellos por horas sobre el acontecer nacional, son capaces de meter sus ideas en un cuadrito negro, para decirle a todo el mundo su interpretación de la realidad. Algunos son universales como Quino o Mordillo, inocentes como Peyo o Bill Watterson, mientras otros son agudos e incisivos como Osuna o Pepón, o los ilustradores de caricaturas del Newyorker, que en una solo imagen explican un mundo entero. Por eso admiro a los caricaturistas, por ser honestos consigo mismos, ser contundentes y poder condensar una idea con la misma capacidad de “escoliar” de Nicolás Gómez Dávila.

Se fue el alcalde, se fue Pépon, se fue ese dibujo del bigote de Serpa, el elefante de Samper, los ojos pequeños de Uribe y esas grandes verdades que gritaba, en el silencio incómodo de su viñeta.

Buen viaje maestro, y gracias por dejar los libros publicados, para que los que quieran entender el país, lo puedan ver en caricaturas, o como usted decía, “es que el país es una caricatura”.

@consumiendo

www.camiloherreramora.com

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