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La ropa sucia se lava en casa, una frase que sugiere solucionar los problemas en la intimidad del hogar sin necesidad de exponerlos públicamente, es quizás uno de los puntos que más me generó conflictos con mis padres. Desde pequeña no toleraba tener que “perfumarme” y “arreglarme” para llegar a los encuentros familiares o los eventos sociales aparentando que todo estaba bien, mientras internamente se daban situaciones difíciles en casa, situaciones que por tradición, respeto, prudencia o por un presunto mecanismo de protección al sistema familiar, social y cultural, no debían ser mencionadas.

En ese entonces reclamaba sobre el sentido de la familia, de los amigos, y de los juegos de roles e imagen que debía apropiar para relacionarme de forma “correcta” con los otros. Sentía que esas dinámicas perpetúan secretos, silencios y patrones que poco a poco iban deteriorando nuestro bienestar físico y emocional.

Pasado el tiempo fui creciendo y empecé a escoger con quién quería compartir y relacionarme libremente, pero curiosamente la historia se repitió. Esta vez era yo quien se armaba de la mejor imagen para aparentar que todo estaba bien, mientras internamente me derrumbaba. 

Viví de frente lo que por mucho tiempo juzgue, sentí vergüenza de contar mis propias historias y decisiones de vida, prefiriendo cargar esos asuntos y temas a solas, evitando exhibirlos a otros y exponerme al qué dirán. 

Poco a poco he ido trabajando esta creencia y, aunque aún me pesa por momentos, gracias a su reconocimiento y experimentación he descubierto varias cosas:

La primera es que cuando me he permitido mostrar mi lado más vulnerable y “ventilar mi ropa sucia”, mis miedos, problemas o esos asuntos que me generan vergüenza, he experimentado más libertad y sanación que cuando los silencio o aparento que no existen. Aunque implique llenarse de valentía, poder hacerlo abre un espacio de empatía con el otro, donde surge un alivio que te muestra que esas historias de dolor, tristeza y vergüenza son más comunes de lo que pensaba. 

Así mismo, he notado que cuando las historias son compartidas, el otro también encuentra su espacio de sanación al poder exponer con libertad lo que ocultaba en su interior. Y es en ese vínculo y conexión donde he visto una faceta muy amorosa, inocente y sincera de lo que somos.

Lo segundo es que detrás de la creencia noté que lo que más me pesaba era la necesidad de gustarle a otro, y esa gran carga solo se podía soltar mostrándome ante el mundo tal y como soy. Esto conlleva dejar que mis impulsos y forma de ser surgieran libremente, sin juzgar lo que me pasaba como bueno o malo, o evaluar si mis comportamientos, actitudes o conversaciones eran adecuadas o correctas para otros.

También comprendí que esa necesidad cuestionaba mi valía propia, ya que mostrarme tal y como soy se trataba de gustarme y amarme a mí misma.

Lo tercero y no menos importante es que recibí un valioso regalo de mi familia, mis amigos y de quienes tanto juzgue. Entendí que tanto ellos como yo hacemos caminos de vida diferentes, y sea cual sea ese camino brindamos lo mejor con lo que vivimos y tenemos. Del mismo modo, cuando yo pude experimentar esos caminos en mi propia piel supe que lo hubiera hecho de la misma manera en que ellos lo hicieron, y con una mirada compasiva entendí que ellos, al ser mis grandes espejos, me dan el regalo de seguir reconociéndome y disfrutar del valor de expresarme con libertad.

Paola A. León

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