Les voy a contar una historia que le sucedió a mi familia hace una década y media por estas épocas.
Hacía varias semanas que no íbamos a una finca que teníamos entre Guasca y Gacheta, pues la última vez nos habíamos visto forzados a dar vuelta y regresar a Bogotá justo antes de llegar. Antes de tomar la carretera destapada desde la principal, un tendero nos había advertido que las FARC estaban en la vereda, en la casa de un vecino.
Desde ese día, nuestro modesto lugar de reposo, un sueño que mi padre había logrado hacer realidad después de muchos años de trabajo, se convirtió en un nudo en la garganta para todos, especialmente para mi madre. Para aliviar sus nervios, mi padre había decidido ir ese martes inesperado de noviembre a llevar las provisiones que desde hace semanas hacían falta, esperando protegerse del destino con un cambio de rutina.
Lo esperábamos de vuelta esa misma noche, pero a medida que se fue haciendo más tarde y no llegaba, nuestra ansiedad crecía. A las diez de la noche, por fin oímos el pito del carro frente al garaje, pero en lugar de mi padre llegaron unos señores que nos entregaron instrucciones para comprar un radio teléfono, unas frecuencias y una nota. Estaba escrita por él pero provenía de una mente nublada por el miedo de quien pierde su libertad frente al barril de un fusil. Temí que nunca más lo volvería a ver.
Esos meses sin él no fueron fáciles y diciembre fue especialmente triste. A pesar de que mi madre intentó mantener el buen ánimo en la casa, la tristeza de sus ojos opacaba la sonrisa que su resiliente naturaleza forzaba. Era evidente que la dura negociación la estaba afectando.
Un día de diciembre nos ofrecieron una «tregua navideña» que nos generó la ilusión de pasar el 24 en familia. Al final, terminó siendo uno de los muchos engaños de ese largo proceso de negociación, lleno de tácticas de manipulación tormentosas empleadas para obtener ventajas calculadas, que sin importar el daño que causaran, pretendían quedarse con el patrimonio que mis padres habían construido durante toda una vida de trabajo honesto.
Al final, gracias a mi madre, que luchó como una leona, nuestra familia no terminó incompleta. Tuvimos mejor suerte que muchas de las otras familias víctimas de este conflicto. Abandonamos el país en un doloroso exilio y a medida que fui madurando, perdoné a quienes le hicieron tanto daño a mi familia. Comprendí que debía hacerlo por mi propio bien y por el bien de una sociedad que vive en deuda permanente con sus hijos por no poder cerrar el circulo vicioso de violencia y venganza. En lugar de lamentarme, tomé la decisión de aprovechar las nuevas oportunidades que me brindaba la vida y seguí adelante.
Hoy, ante esta nueva oportunidad que tenemos todos, estoy dispuesto a aceptar a quienes nos han causado tanto dolor dentro de la sociedad civil y nuestra democracia, incluso a pesar de que con su discurso siguen desdeñando a sus millones de víctimas. Esa disposición surge de la esperanza de que las nuevas generaciones puedan tener una vida llena de oportunidades que el lastre del conflicto armado nos ha negado a muchos de nosotros.
Sin embargo, cuando leí el comunicado que las Farc emitieron ofreciendo una tregua navideña, sentí un nudo en la garganta. Reconocí una vieja táctica que a mi parecer surge de un cálculo mediático y político empleado para obtener una ventaja estratégica, y no del arrepentimiento genuino que invita al perdón duradero y a la reconciliación. Por el bien de todos espero que no continúen pensando que nuestra generosidad es sinonimo de ingenuidad. Las nuevas generaciones de colombianos no tienen porque heredar un conflicto anacrónico que no les corresponde asumir.
@CamiloDeGuzman

Nota Bene: Aun nada está perdido. En muchos aspectos, la ley internacional es más castaña que clara. Existe un largo precedente de democracias respetables que han ignorado fallos de la Corte Internacional de Justicia invocando, entre otras doctrinas legales, cuestiones de seguridad nacional.