El pasado fin de semana me vi Narcos y me impactó más de lo que esperaba. No fue por la flexible dramatización de la leyenda, ni tampoco por el acento raro de los actores. Me impactó por lo sorprendido que quedé con la historia de mi propio país, una que pensé conocer bien, pues mi generación la vivió en carne propia. Pero por alguna razón, con cada nuevo capitulo, lo que veía en la pantalla me parecía más y más increíble. Puro realismo trágico.
Tenía seis años cuando escuché en la radio que habían matado a Galán. Nunca lo había visto pero su silueta desvanecida quedó marcada en el fondo de mi memoria, tal como salía en las vallas de Gaviria. En esos años, en mi colegio hubo más simulacros de bombas que de incendios o de terremotos y nunca olvidaré la punzada que sentí en la barriga cuando Escobar voló el Centro 93, en dónde mi tía tenía un almacén. También recuerdo que al ver los comerciales de “se busca” antes de las novelas, algunas veces soñaba con delatar a algún narco para ganarme la recompensa, como quien sueña con ganarse la lotería. Plata fácil.
El fenómeno de la violencia en Colombia es algo que he estudiado toda mi vida, desde que las Farc le arrebataron la libertad a mi padre, separando a nuestra familia y desterrándome de mi país (irónicamente la peor pesadilla de los narcos). Leí los libros que pude, me vi los documentales que encontré y siempre procuré tomar los cursos que me sirvieran. Cuando estudié economía, incluso tomé una clase del mercado subterráneo que ofrecía un premio titulado “Pablo Escobar Award” al mejor trabajo final. En mi posgrado de Derecho, investigué el origen y los resultados de la lucha mundial contra las drogas, y entendí que su errado enfoque económico es lo que empodera al crimen, que hoy sigue imponiendo su corrupción como ley y su violencia como justicia. Plata o plomo.
Nada de lo que me contaba Netflix debía ser nuevo para mi, pero por alguna razón, así se sentía. Y aunque conocía el desenlace de la historia, al finalizar cada episodio quería ver que sucedía después. Pero rápidamente lo que comenzó como el recuento de un pasado distante cobró una gran relevancia. Cuando Escobar se entrega para pagar su pena en la Catedral pensé, “treinta años después y ¿aun seguimos negociando con bandidos, narco-traficantes y terroristas? ¿Será que no hemos aprendido nada…?”.
La temporada termina con la fuga de Escobar de la Catedral y aunque entiendo que debían dejar algo para una segunda temporada, me sentí decepcionado. Fue como si los años buenos, el triunfo del Estado colombiano, la redención de sus instituciones, nunca hubieran pasado. Y durante los próximos días, me quedó la duda. ¿Será que no hemos aprendido nada? Fue ahí cuando caí en cuenta que el valor de la serie está en mostrarnos que, en un mundo cada vez más binario, a veces la realidad es tan gris que puede parecer mágica.
Nadie puede negar que Escobar fue un verdadero monstruo, un megalómano que le declaró la guerra a una sociedad que lo rechazó y luego decidió buscar una salida negociada a punta de terrorismo. “El propósito de la guerra es la paz”, decía. Ahora, treinta años después, vemos a rebeldes comunistas, que durante cincuenta años intentaron derrocar la democracia, pactando una salida negociada con el Gobierno, procurada también con una gran dosis de narcotráfico y terrorismo. A primera vista, es fácil comparar ambos episodios y concluir que no hemos aprendido nada.
Pero la memoria del colombiano es corta y nuestra perspectiva mezquina. Tendemos a recordar lo malo más que lo bueno y a interpretar la realidad a través de una pasión partidista, en la que no vemos el progreso gradual, sino un péndulo que oscila entre bueno y malo, liberal o conservador, mamerto o facho. Pero si subimos más alto y nos desprendemos de la pasión, podemos ver que es mucho lo que hemos aprendido, aunque aun nos falte.
Sin Gaviria no hubiéramos aprendido que somos capaces de enfrentarnos al terror o que es posible llegar a acuerdo para cambiar las balas por votos. Sin Samper no hubiéramos aprendido que el poder corruptor del narcotráfico no conoce límites. Sin Pastrana no hubiéramos aprendido las lecciones del fracaso en el Caguán o la importancia de negociar desde la fortaleza. Sin Uribe no hubiéramos recuperado nuestra confianza en que somos capaces de ganar cualquier guerra pero tampoco hubiéramos comprendido que por más cárcel que haya, sin justicia restaurativa, verdad y reparación, el crimen se reinventa y la paz no dura. Y sin Santos no hubiéramos podido construir sobre los cimientos de todas estas lecciones para aprovechar la ventana de oportunidad que se abrió para buscar la paz mediante un proceso que ha demostrado ser serio, realista, digno y eficaz.
Ayer, todos vimos la firma de la justicia transicional entre el Gobierno y las Farc, y la promesa de un acuerdo definitivo en seis meses. Habrá quienes lo interpretarán como una claudicación y querrán hacernos ver este paso como otro retroceso. Pero lo cierto es que, en gran parte gracias a sus aportes, por medio de la democracia logramos un quiebre estratégico que venció a las Farc militar y políticamente. El Estado ganó y con este pacto nuestra sociedad se ahorrará los costos humanos, sociales, económicos y ambientales de una victoria militar absoluta. Y aunque hoy sea difícil verlo, este es un triunfo. Buscar la paz cuando por fin íbamos ganando la guerra fue una decisión difícil, pero fue una decisión correcta y moral.
Ahora, tampoco podemos dejarnos cegar por el brillo de una paz que aun no existe. Lo que está cerca es el fin del conflicto. Alcanzar la paz requerirá de un esfuerzo nacional, que debe comenzar por definir que es «la paz», una tarea difícil en tiempos de polarización, y que lo será aun más después de una campaña que promete estar llena de falsos adalides.
Por otra parte, la confianza en la democracia está maltrecha, golpeada por los vicios de una institucionalidad que se degradó tanto para ganar la guerra como para buscar la paz. Debemos tener cuidado, pues esta desafección es terreno fértil para que populistas autoritarios destruyan los avances democráticos de las últimas décadas con falsas promesas, tal como en el país vecino.
Además, tras cincuenta años de la lucha mundial contra las drogas, debemos entender de una vez por todas que el enfoque coercitivo fracasó porque cuando lo prohibido es negocio, la corrupción es ley y la violencia es justicia. Las políticas públicas se deben juzgar por sus resultados y no por sus intenciones. El ambiente es propicio para buscar un nuevo enfoque, basado en reducir la demanda con inteligencia en lugar de suprimir la oferta con fuerza bruta. Colombia debe liderar esta campaña si quiere garantizar la viabilidad de su democracia y construir una paz estable y duradera.
Con el fin del conflicto a la vista, llegó la hora de unir esfuerzos para seguir construyendo sobre lo construido, pues la lección más valiosa que debemos aprender de esta paz que tanta sangre nos ha costado es que la pugna a muerte entre extremos suma cero.
Ayer, la actual generación de dirigentes parece haber logrado cerrar un conflicto armado que heredó. Ahora nos corresponde a los jóvenes, a una nueva generación, velar porque superemos los tiempos de plata o plomo para dar comienzo una nueva era de ley y justicia, en la que una democracia más perfecta sea nuestro faro, las batallas se den exclusivamente en el foro de las ideas y el uso de la violencia como instrumento político quede sepultado para siempre.