En una ciudad tan polarizada como Bogotá, es raro que surjan puntos de encuentro a lo largo del espectro político. Por eso, durante la pasada campaña por la Alcaldía, resultó esperanzador percibir que entre todos los candidatos existía cierto consenso sobre la necesidad de revertir el retroceso en la cultura ciudadana. De izquierda a derecha, todos los candidatos, sin excepción, hicieron eco al llamado de académicos, analistas y medios sobre la importancia de recuperar esta virtuosa política pública. Y hasta ahí, todo iba bien.

Sin embargo, el día de ayer quedó claro que aún estamos muy lejos de cumplir este propósito. El sistema de Transmilenio fue víctima de bloqueos que afectaron la movilidad de más de 160.000 bogotanos. Decenas de miles se vieron perjudicados al no poder llegar a trabajar o a estudiar. Y para colmo, estos ilegítimos actos de coerción estuvieron acompañados de acciones violentas y vandálicas. A lo largo de la mañana, proyectiles de piedra pusieron en riesgo la vida de cientos de usuarios y de los miembros de la fuerza pública, generando más de 180 millones de pesos en daños y dejando una estela de vidrios rotos en más de 60 buses, varias estaciones y hasta en una biblioteca pública.

Juzgando por este inaceptable uso de las vías de hecho y por la forma cómo varios voceros de la izquierda una vez más justificaron lo injustificable, es evidente que en realidad no existe ningún consenso sobre la «cultura ciudadana», que hoy no es más que otro concepto contaminado, cuyo significado se ha ido entecando (Lea también: De vacíos y manipulaciones: el derecho de los derechos).

Antanas Mockus explica que desarrolló el concepto en un contexto en el que, como ahora, «a Bogotá le hacía falta cultura ciudadana, entendiendo por eso respeto a los demás, respeto a las normas, mejor convivencia.» En ese momento, al igual que ahora, «[e]staba todo el mundo entusiasmado en derechos». Sin embargo, el profesor Mockus insistió: «No, deberes; cultura ciudadana es de deberes». Para el mejor pedagogo que hemos tenido en Bogotá, «había una lógica férrea ahí [ya que] si la gente no asum[ía] algunos deberes[,] asegurar los derechos se volver[ía] un tema puramente estatal, y el Estado no tendr[ía] la capacidad de responder como garante único exclusivo de los derechos. En cambio, si todo el mundo está cumpliendo sus deberes, más el Estado cumpliendo los propios deberes de Estado, eso sí puede producir resultados«.

Gracias a esta claridad conceptual, durante las administraciones Mockus-Peñalosa-Mockus, en Bogotá hubo un enorme cambio para bien. A partir de una transformación de la cultura, comprendimos que nuestro comportamiento individual tiene una gran incidencia sobre la convivencia colectiva, y nuestra sociedad se transformó. A quienes sean muy jóvenes para recordar esos tiempos, les recomiendo este documental.

Sin embargo, con la llegada de la izquierda estatista al poder, el concepto fue secuestrado y añadido al arsenal retórico de eufemismos socialistas disfrazados de ideas progresistas. «La cultura ciudadana de Mockus hacía énfasis en los deberes, pero en mi gobierno tuvo énfasis en los derechos», admitió Lucho Garzón como si el brusco reverzaso se hubiese tratado de una transición de avanzada. «Eso también genera cambios enormes en el comportamiento ciudadano», intentó explicar, haciendo caso omiso a que el cambio de comportamiento deseado era completamente inverso al originalmente planteado, pues en vez de promover la responsabilidad individual, representaba una abdicación total de la misma a favor del estado; y en lugar de empoderar al individuo para que asumiera su función ciudadana de forma cotidiana, redujo su participación activa al voto y a la protesta, convirtiéndolo en un actor político reaccionario y servil.  Y ahí comenzó la muerte de la cultura ciudadana.

En un país que está ad portas de cerrar un ciclo de más de 100 años de violencia política, es sumamente preocupante que aún haya quienes sigan promoviendo las vías de hecho utilizando mentiras y falsos conceptos. Inquieta ver que quienes se ufanan de representar a la «izquierda democrática», «la paz» y la «justicia social», no hayan aprendido la lección, pues siguen justificando el uso ilegítimo de la fuerza para imponer ideas, promoviendo el odio en nombre del amor y alimentando un circulo vicioso en el que la injusticia, absurdamente, se cura con más injusticia. Desde su doble-pensar, el fin justifica los medios y por eso todo se vale, incluso azuzar el descontento ciudadano que ellos mismos dejaron tras 12 años de gobierno, en los que el progreso del sistema de transporte público se estancó. Parecen contentos de ver arder a la ciudad, con tal de que al final sean ellos los reyes del cementerio de cenizas. Eso no es liderazgo y mucho menos, cultura ciudadana.